Un charco en la acera recuerda que llovió la víspera. Eso explica que el sol se empeñe en levantar ahora un vaho necio y adhesivo que persigue a los visitantes mañaneros del mercado.
Hay cambios: no todos los puestos ofrecen este domingo verduras y frutas. Donde ayer había lechugas se amontonan hoy ventiladores, sartenes, botellas de leche del tiempo de upa, coronas de ciprés. Más allá están libros hechos leña –quizás intentan volver al origen–, ropa, controles remotos para teles descontrolados, indios y vaqueros en busca de una pradera para empezar su guerra.
Sobre el caluroso universo planea la sombra del azar. “¡A precio, a precio!”, vocean los chanceros. El precio “a precio”, que debería ser la regla, es la excepción que confirma a los especuladores. “¡La millonaria!”, ofrecen los de más allá. ¡Qué tentación!
Entre tantos llamados del azar y tantos jugadores, se abren paso promesas de otro tipo en la figura de un predicador. Carga una Biblia abierta en la mano izquierda y usa la derecha para enfatizar con el dedo acusetas, el índice. Anda algunos metros, gira y se devuelve, como hacen los leones enjaulados. Aferrado a Lucas, habla del nacimiento en Belén de un niño que probablemente nació en Nazaret, de un ángel y un pesebre. No es el mismo de domingos anteriores; el titular, casi siempre encorbatado, eleva la voz y reparte bendiciones a todo lo que pasa cerca. Este, el nuevo, parece falto de cancha, la sucursal tímida del otro.
Si este predicador está nervioso, es comprensible: no ha de ser fácil ofrecer la salvación entre gente más preocupada por encontrar descuentos y ganar millones que por librarse de la parrilla. El hombre predica en el desierto, uno que los domingos, durante algunas horas, tiene otro nombre: Mercado de las Pulgas. Entonces casi exhibe el rótulo de “capital del chunche”.
Aquí buscan su segundo aire martillos al borde del burnout, Barbies jubiladas en la flor de la edad, sillas giratorias que ahora practican el sedentarismo. Eso sí, todo sea dicho, si uno es paciente, y buen buceador, puede dar con alguna joya. Lo digo por el tanquecito de una antigua cocina de canfín y las dos caracolas que tengo en casa. El tanque ejerce ahora de florero y con las caracolas compruebo, de vez en cuando, que conservan intacto el rumor sordo de un mar siempre agitado.
Adueñarse aquí de aquello que nos atrae exige autocontrol, no irnos de cabeza. Los vendedores parecen conocer de psicología; saben interpretar miradas, leen la rapidez con que se estira un brazo, el destello en un ojo, la baba deseante.
El comprador debe colocar la mirada en un objeto que no se llevará, uno cualquiera. Después, como quien no quiere la cosa, pregunta el precio del que sí le gusta mientras se levanta, como si estuviera listo para irse. Si la táctica no falla, la hace toda.
El ritual es constante, contante y sonante. Ocurre en medio de la oración del regateo, el villancico “¿en cuánto me lo deja?”, el regalo del descuento, aparente o real.
En medio del estira y encoge, todo tiene un particular acento navideño que, dentro de una semana, ya descansará bajo el tanate de cosas buenas que el año viejo le dejó a Tony Camargo.
Hoy se piensa en los tamales, en las hojas, en lo caros que se han puesto los chiles dulces. El espacio y el tiempo se condimentan con música, generalmente festiva, por eso llama la atención que de un puesto broten retazos rancheros de despecho: “Vas a saber que aquello que dejaste fue lo que más quisiste, pero ya no hay remedio. Diciembre me gustó pa’ que te vayas, que sea tu cruel adiós mi Navidad”.
Como que alguien tendrá 24, pero se quedó sin noches buenas.
La voz de José Alfredo Jiménez se ensancha en la mañana codiciosa y húmeda. Es un objeto valioso en el inventario sin fin de cachivaches.
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Ovidio Muñoz Corrales es periodista.
