En toda democracia representativa, es legítimo que un partido político busque el respaldo de una mayoría parlamentaria para impulsar su programa de gobierno. No hay nada objetable en ello cuando se trata de construir gobernabilidad con base en el diálogo, el pluralismo y el respeto a las reglas del juego democrático.
Sin embargo, cuando ese objetivo se plantea desde una lógica de concentración del poder en una sola persona, con el propósito de hostigar a la prensa, deslegitimar a los otros partidos y despreciar los contrapesos institucionales, lo que está en juego ya no es la eficacia del gobierno, sino la salud misma de la democracia.
La insistencia del presidente Rodrigo Chaves en querer formar una mayoría legislativa “afín a su pensamiento” debe ser leída más allá de la superficie política. No es una simple estrategia electoral. Es, en el contexto actual, una advertencia que merece ser tomada con seriedad.
No estamos ante una propuesta de coalición democrática, sino ante la idea de que quien no se pliegue al pensamiento de Chaves es un obstáculo, un enemigo o parte del problema nacional. Esa lógica binaria es peligrosa, porque erosiona los cimientos del pluralismo político. En nombre de la eficiencia, puede terminar anulando la diversidad; y en nombre del cambio, puede justificar el autoritarismo.
El constitucionalista español Pedro de Vega advirtió sobre el fenómeno del fraude constitucional, al referirse a aquellas situaciones en que los procedimientos legales son utilizados para vaciar de contenido los principios democráticos. El poder puede ejercer sus funciones respetando formalmente la Constitución, pero traicionando su espíritu: debilitando el control parlamentario, concentrando la toma de decisiones, manipulando el discurso público, desmantelando la institucionalidad técnica e intimidando a las voces disidentes.
¿Estamos en Costa Rica ante un caso de fraude constitucional? No se puede afirmar de manera concluyente. Pero sí podemos –y debemos– advertir que el camino se está perfilando en esa dirección.
Señales
El uso sistemático del veto, el nombramiento de autoridades afines sin procesos públicos ni criterios técnicos, la estigmatización de periodistas y medios, y la constante desacreditación de la Asamblea Legislativa como un ente “corrupto” o “inútil”, construyen un relato funcional a la concentración del poder. Cuando ese relato se articula con una campaña para conquistar la mayoría legislativa, no para dialogar sino para doblegar, estamos ante una señal inequívoca de regresión democrática.
En este contexto, se torna imprescindible recordar que la democracia no es solamente un sistema de elecciones periódicas. Es también un régimen de legalidad con valores, una arquitectura institucional que equilibra poder con responsabilidad, y una cultura política que se cultiva en el respeto mutuo, el debate razonado y la existencia de contrapesos efectivos. La democracia no exige unanimidad, sino reglas para convivir en el desacuerdo.
Costa Rica no es ajena a los peligros que ya enfrentaron otras democracias de la región. En El Salvador, Venezuela y Nicaragua, liderazgos personalistas llegaron al poder por vía electoral y luego, tras conseguir mayorías parlamentarias, reformaron constituciones, eliminaron controles y silenciaron a la oposición institucional y social. La primera etapa fue siempre la misma: desacreditar a los partidos, deslegitimar a las instituciones y prometer que el “pueblo” gobernaría sin intermediarios. Lo que siguió fue el colapso de la institucionalidad, el empobrecimiento del debate público y, finalmente, la instauración de regímenes autoritarios.
La gran lección de estos casos es clara: la democracia no muere siempre con un golpe de Estado. Algunas veces, se desvanece dentro del marco legal, a manos de gobiernos que manipulan las reglas para perpetuarse, acallar las críticas y gobernar sin límites. La legalidad, desprovista de ética democrática, puede convertirse en instrumento de opresión.
Por eso, la ciudadanía debe mirar con atención crítica el discurso del actual Ejecutivo. No basta con que se cumplan los procedimientos legales. Lo esencial es que se respete el alma de la democracia: la separación de poderes, la libertad de prensa, la participación política amplia y la existencia de un Estado sometido al derecho, no a la voluntad personal.
Los partidos políticos deben recuperar su rol como intermediarios legítimos entre la ciudadanía y el poder. Su descrédito no puede ser excusa para promover una antipolítica que, en lugar de regenerar la institucionalidad, la demuele. La oposición tiene, hoy más que nunca, una responsabilidad histórica: no solo cuestionar los excesos del poder, sino también construir una alternativa ética y programática que recupere la confianza de la ciudadanía.
Construir gobernabilidad es deseable. Gobernar con una mayoría parlamentaria es legítimo. Pero buscar esa mayoría para imponer una única visión, eliminar los controles y anular la oposición es otra cosa: es el preludio del autoritarismo. No hay atajo posible hacia el desarrollo que pase por la demolición institucional.
Costa Rica ha sido, durante décadas, ejemplo de equilibrio institucional y madurez democrática. No podemos permitir que ese legado se diluya por discursos que, bajo el ropaje de la legalidad, ocultan un impulso de concentración del poder. La defensa de la democracia exige claridad, firmeza y responsabilidad cívica. Comienza por no ceder ante la forma cuando esta amenaza con vaciar el fondo.
Hoy más que nunca, la democracia costarricense no necesita mayorías obedientes, sino instituciones independientes, prensa libre, ciudadanía vigilante y líderes que comprendan que gobernar no es imponer, sino construir con otros. Ese es el verdadero rostro de una república: no el rostro del poder absoluto, sino el de la convivencia civilizada entre los diferentes.
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Ricardo Castro Calvo es abogado.