En una sociedad que hace de la maternidad un mandato y una moral, en el momento en que alguna mujer muestra cierto cuestionamiento, se desdoblan miradas invalidantes, en distintas bocas se asoma la palabra feminista con más carácter de insulto que de adjetivo.
La duda se zanja concluyendo que le falta madurar. Lo que estas personas olvidan es que cuando una mujer toma la decisión de no ser madre no lo hace por el rechazo a la maternidad, sino a causa de la aceptación de que dicho papel no habita en su conciencia como una aspiración.
Como ya nos enseñó Simone de Beauvoir, la correspondencia mujer = madre está lejos de considerarse natural. Por su parte, Elizabeth Badinter desmiente el supuesto de que en cada mujer habita por naturaleza un instinto maternal y enfatiza que el “amor de madre” es un sentimiento que cambia a lo largo del tiempo y, por tanto, no puede considerarse natural, incondicional ni inamovible.
Sus reflexiones nos invitan a voltear la moneda, reconocer la otra cara y ver a la “mujer transgresora” de la que nos habla Liliana Mizrahi.
Sabemos que hay mujeres que habitan otro tejido y que cuentan un relato distinto, con otra voz y otro cuerpo. No toda mujer que es madre lo disfruta, algunas solo se limitan a la reproducción de los ideales culturales dominantes.
En otras palabras, reproducen el mito de la maternidad como destino natural femenino. Sobre esta idea, ¿qué pasa con las mujeres que no encuentran su reflejo en el espejo de una maternidad feliz y gratificante? Y, sobre todo, ¿qué pasa con aquellas que se encuentran con la determinación emocional de que ser madre fue un error?
Una mujer que se arrepiente de haberse convertido en madre viola la imagen establecida de la maternidad y, de inmediato, es definida como quien asume una posición patológica que necesita ayuda para volver al orden natural.
A estas mujeres arrepentidas de su maternidad, la socióloga Orna Donath —especialista en las expectativas sociales que se depositan sobre las mujeres que son madres y las que no— designa como aquellas que no quisieron ser “madre de nadie” y están obligadas, social y moralmente, a vivir su arrepentimiento en silencio y soledad.
La mirada de Donath es incisiva al respecto. Ella formula que en el ámbito legal el arrepentimiento se considera una prueba de cordura y responsabilidad, lo mismo que sucede en las tres religiones monoteístas que ven el arrepentimiento como una postura moral, que permite recibir la absolución por haber obrado mal.
Pero que expresarse en los mismos términos en el ámbito de la maternidad se ve como una prueba de inmoralidad y ausencia de cordura.
Las mujeres que desean no ser madres de nadie cargan con el peso de una interpretación social, en la que si están arrepentidas de su maternidad es porque carecen de amor maternal y es así como son arrojadas a la esfera de las madres hostiles, negligentes y violentas.
No obstante, su escenario es otro. Para estas mujeres, hay una separación contundente entre el amor por sus hijos (a quienes consideran seres humanos al margen de sí mismas y que tienen derecho a vivir) y su experiencia alrededor de la maternidad, el arrepentimiento y la agitación emocional giran en torno a la visión sacralizada de la maternidad y el rechazo cultural a considerarla un papel como cualquier otro: inconstante, pasajero e imperfecto.
Está claro que los cambios en las prácticas de reproducción y los significados sociales de la maternidad y la familia necesitan seguir avanzando hacia un camino que permita que el corazón de las mujeres lata sin turbación y posibilitar la creación de una nueva textura, una que coadyuve a trazar las coordenadas del “no quiero”.
La autora es psicóloga y psicoanalista.