
Llegué a la política con la convicción más sencilla y, quizá, la más revolucionaria, que el poder sirve para hacer el bien. Lo mencioné en mis primeros controles políticos: “El fin más noble de la política es propiciar el bien común”. Vine porque creo en la gente, en las causas justas, en la igualdad, en la equidad y en la posibilidad real de que las decisiones públicas transformen vidas. No llegué para ganar favores, ni para servirme del cargo, mucho menos para alimentar la violencia que tanto daño nos ha hecho como país.
A mí nunca me enseñaron a pelear. ¿A quién sí? Menos en un país que abolió el ejército precisamente para desterrar la lógica de la confrontación como norma. No crecí en un hogar donde se utilizara el grito, la humillación o el insulto como herramienta para imponerse.
En mi hogar, mis papás siempre eligieron el diálogo, la calma, el respeto y la dignidad. Sin embargo, también me enseñaron a defenderme y a luchar por las causas justas. Me inculcaron que la injusticia es una de las mayores violencias que una sociedad puede normalizar, y que frente a ella nunca se debe guardar silencio. Nunca tomé por costumbre quedarme callada ante lo que está mal.
Esas fueron mis columnas y mis bases, y con ellas llegué a la política.
Cuando llegué a la Asamblea Legislativa, descubrí que había otro tipo de columnas, muy distintas a las mías. Ahí conocí lo que algunos llaman “pilares”: pilares que no construyen, sino que destruyen, pilares que no unen, sino que dinamitan, pilares que no protegen, sino que movilizan la violencia política como estrategia.
Pilares que un día incomodaron, pero que hoy mortifican a una parte importante de la población y han contribuido a erosionar la cultura democrática que nos sostuvo por décadas. En esa confrontación entre columnas que sostienen y pilares que destruyen, muchas mujeres fuimos puestas en la mira.
Porque en este proceso, la violencia sí llegó.
Llegó disfrazada de chiste, de malas señas y palabras, de comentario “político”, de ataque calculado. Y llegó con más fuerza, como casi siempre, hacia las mujeres. Fui atacada, ridiculizada, cuestionada incluso en mi propia dignidad. Y no he sido la única, las mujeres en política hemos sido incómodas para quienes se sienten cómodos en la cultura del abuso y el acoso.
A nosotras se nos pusieron adjetivos, se nos intentó mancillar la reputación, se nos quiso disminuir solo por no tener “rabo que majar”. Incluso en nuestras propias comunidades, se sembró duda y veneno.
Aun así, y esto lo digo con profundo orgullo, fuimos nosotras las que defendimos y las que sostuvimos el diálogo y la democracia cuando otros preferían la destrucción, las que cargamos con ataques que otros jamás soportarían.
Por eso, duele ver cómo, mientras tantas personas damos la lucha por hacer lo correcto, quien tenía la mayor responsabilidad de unir al país eligió lo contrario. El presidente tuvo la oportunidad histórica de sanar el tejido social, de promover el diálogo, de consolidar la transparencia real, pero eligió el camino de la confrontación permanente, del ataque verbal, de la intimidación política.
Bajo la capa del presunto héroe anticorrupción, terminó convirtiéndose en la figura más cuestionada y violenta de Costa Rica.
He visto cómo el enojo, el ruido y la agresión desgastan no solo la política, sino también a la gente. Y, aun así, he visto cómo Costa Rica resiste, piensa, discierne y no se deja engañar por quienes prometen limpieza mientras siembran caos.
Hoy, a pocos meses de cerrar este periodo, quiero dejar una reflexión que resume lo que me queda después de este camino:
El poder pasa. El ruido pasa. Las campañas pasan. Pero la coherencia queda. La integridad queda. El trabajo honesto queda. Y queda la certeza de que construir siempre vale más que destruir.
Costa Rica necesita más puentes y menos trincheras, más verdad y menos espectáculo, más respeto y menos grito. Y sí creo en esa Costa Rica: la que no necesita insultar para gobernar ni humillar para liderar. La que cada día se levanta a trabajar, a educar, a construir. La que no se rinde.
A todas las mujeres de este país, las visibles y las silenciosas, las que luchan en la política, en sus casas, en sus trabajos, en sus comunidades, quiero decirles algo con el corazón en la mano: no se acostumbren al maltrato. No normalicen el grito. No acepten que la violencia sea lenguaje de gobierno ni forma de vida.
El reto es este, sigamos ocupando espacios, aunque incomode; sigamos diciendo la verdad, aunque moleste; sigamos defendiendo nuestras causas, aunque intenten callarnos.
Porque cuando el ruido pase, y siempre pasa, lo que quedará será lo que construimos juntas, lo que defendimos y lo que transformamos.
Ahí siempre estará mi compromiso. Hoy más que nunca Costa Rica nos necesita.
Montserrat Ruiz Guevara es diputada de la República.