
Hay muchas expresiones idiomáticas, dichos y refranes cuyo significado no siempre es fácil de percibir rápidamente (por eso, se utilizan en procesos de evaluación de capacidades cognitivas), pero hay algunas a cuyo significado no se accede ni siquiera lentamente. De entre estas, mi expresión favorita, porque me produce doble perplejidad, es: “El tiempo perdido hasta los santos lo lloran”.
La primera razón de asombro es esa tan gratuita alusión a los santos, incluyendo el “hasta”, en su acepción de adverbio equivalente a “incluso” o “aun”. Pareciera dar a entender que, bien por vocación o bien por condición, es natural en la mayoría de los santos perder el tiempo, pero que algunos llegan a llorarlo.
No sé si san Juan María Vianney o santa Teresa de Ávila, santos industriosos y diligentes donde los haya, estarían de acuerdo. De fijo, no lo estarían los monjes benedictinos, cuyo lema, ora et labora, no deja lugar a dudas respecto a sus prioridades. Pero quizás sí cabría achacarles esa pérdida de tiempo a san Simón Estilita, san Antonio Abad o los Padres del Desierto. En todo caso, no he logrado encontrar explicación al porqué de tan peregrina referencia a los santos –y no a, digamos, los herreros, los psicólogos, los políticos o los artistas (muy especialmente los poetas)–.
La otra perplejidad tiene que ver con la expresión “el tiempo perdido”, expresión tan llamativa que hasta hay quien salió a buscarlo y nos lo contó en siete tomos. ¿Qué significa, exactamente, “perder el tiempo”?
El tiempo, tanto el atmosférico como aquel que representa el movimiento de nuestro planeta alrededor del Sol (esa cuarta dimensión que, con sentido de flecha, avanza siempre de aquí en más, hacia adelante, sin retroceso posible) aparece aludido en un sinnúmero de expresiones del refranero castellano, y aunque ambos “tiempos” están relacionados, voy a detenerme en el segundo.
En mi lengua materna, “perder el tiempo” se dice “denbora galdu”, y tiene el muy preciso significado de haber dedicado tiempo a una labor que no fructifica en la consecución del propósito con el que originalmente se inició (“perder el tiempo en balde”). Así, perdemos el tiempo si nos esforzamos en nuestro trabajo, pero el ascenso le llega a alguien más; si cortejamos prolongadamente a quien decide que hay mejores prospectos; si escribimos quinientas páginas que nadie nos quiere publicar. En suma, si dedicamos tiempo a algo sin obtener un beneficio o un fin ulterior, lo que coincide con la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia: trabajar en vano.
Pero “perder el tiempo” también alude a no aprovecharlo, a dejarlo pasar sin realizar lo que se puede o se debe. En este último caso, hablamos de procrastinación, es decir, la posposición injustificada y voluntaria de una tarea pendiente. Este es un fenómeno tan humano y común que, fuera del 15% o 20% de procrastinadores crónicos, es difícil tildarlo de problema o aún caracterizar su naturaleza (¿psicológico?, ¿moral?…). Pero aún los procrastinadores profesionales, cuando no están haciendo lo que deben, están haciendo otra cosa: lo que quieren o lo que pueden. ¿Por qué decimos, entonces, que “pierden el tiempo”?

En su otra acepción de “no aprovechar el tiempo” nos acercamos más al espíritu protestante que subyace a la expresión “perder el tiempo”: hay cosas en las que invertir el tiempo es provechoso y otras que no. Ahí tenemos la fábula de la cigarra y la hormiga para dejar constancia de esa diferencia.
Pero esto no hace sino posponer el problema, porque ¿quién decide que algo es provechoso o no? ¿Es provechoso dedicar tres horas diarias a ir y venir de un trabajo? ¿Hacer fila en un banco, un restaurante o un concierto? ¿Cuidar de una anciana enferma que, de por sí, va a morir? ¿Ver una película? ¿Leer este artículo? Cabe suponer que siempre hay razones, más o menos sensatas, para hacer lo que uno hace, pero que siempre existirán usos alternativos del tiempo que podrían brindar mejor provecho (a uno mismo, a los cercanos, al país o a la humanidad). Por ende, será endiabladamente difícil tratar de precisar cuando se está “perdiendo” el tiempo y cuándo no.
Lo cual nos lleva a la consideración final: ¿puede perderse algo que se pierde naturalmente? El tiempo transcurre inexorable, independientemente de lo que uno haga o deje de hacer. Dicho de otro modo: se pierde inevitablemente. Es así, paradójicamente, un recurso valioso (quizás el más valioso) que no puede dejar de perderse, se quiera o no.
Pero ese “perder el tiempo” no debería llevarnos a la lamentación, porque como bien lo dice el refrán castellano: “El tiempo, que es lo que más vale, nos lo da Dios de balde”. Así que, siendo un recurso gratuito y otorgado, usémoslo en lo que más nos complazca, pues será así un uso provechoso. Y hagámoslo sin culpa. Y si en algún momento tenemos que llorarlo, hagámoslo como santos. Pero santos inocentes.
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.