
En un mundo atravesado por la posverdad, los populismos emocionales, la desacreditación sistemática desde el poder y una guerra informativa librada en las redes sociales, el papa León XIV dio un paso firme y necesario. En su audiencia con los comunicadores que cubrieron el cónclave, eligió alzar la voz en defensa de un grupo cada vez más vulnerable y esencial para la democracia: los periodistas.
No fue un gesto político. Fue un acto pastoral profundo. Pero también fue un espaldarazo. En tiempos en que informar puede significar ser ridiculizado, perseguido, silenciado o incluso asesinado, el Papa rehusó refugiarse en la neutralidad cómoda. Su mensaje fue claro, directo y valiente: “Permítanme entonces reiterar hoy la solidaridad de la Iglesia con los periodistas encarcelados por haber intentado contar la verdad, y por medio de estas palabras, también pedir su liberación”.
Que haya pronunciado estas palabras precisamente en el contexto de una celebración que conmemora su “sí” al servicio de la humanidad no es menor. Desde ese lugar de autoridad moral y espiritual, eligió mirar, y acompañar, a quienes arriesgan todo para que los pueblos accedan a la verdad. Y no se detuvo allí. Añadió, con la fuerza y claridad de quien habla desde una conciencia despierta: “El sufrimiento de estos periodistas detenidos interpela la conciencia de las naciones y de la comunidad internacional, pidiéndonos a todos que custodiemos el bien precioso de la libertad de expresión y de prensa”.
Este es el papa que muchos hemos empezado a reconocer como el “profeta del respeto y la paz”. En una era de estridencia, ataques impunes y desprecio por el disenso, él encarna la dignidad de quien defiende sin odio y denuncia sin humillar. Su respeto no es ingenuo; es una forma exigente de amor por el otro, por la justicia y por la verdad.
Existe una necesidad urgente de esa figura: alguien que no divida, que no agite resentimientos, que no trivialice el mal. Al asumir esta causa, el Papa toma el timón. No desde la comodidad de los consensos fáciles, sino desde el coraje de quien se planta donde más se le necesita: junto a quienes defienden el derecho de los pueblos a saber. Lo hizo sin citar a otros, lo hizo con voz propia, escogiendo ser protagonista y enfrentar las consecuencias. Sin duda un acto valiente.
Sus palabras deberían estar inscritas en cada sala de redacción y en cada aula de periodismo: “Pienso en aquellos que informan sobre la guerra incluso a costa de la vida; la valentía de quien defiende la dignidad, la justicia y el derecho de los pueblos a estar informados, porque solo los pueblos informados pueden tomar decisiones con libertad”.
Ahí está la lectura lúcida que el Papa nos ofrece: no se trata solo de proteger a los periodistas, se trata –sobre todo– de proteger al pueblo. Porque cuando se silencia la información, se mutila la libertad. Y sin verdad, no hay ciudadanía. Sin ciudadanía, no hay democracia.
Como conclusión, dejó una advertencia que también es un llamado: “Vivimos tiempos difíciles de atravesar y describir, que representan un desafío para todos nosotros, de los que no debemos escapar. Por el contrario, nos piden a cada uno que, en nuestras distintas responsabilidades y servicios, no cedamos nunca a la mediocridad”.
Es una exhortación a no mirar hacia otro lado. A no ceder al cinismo. A no normalizar la mentira disfrazada de narrativa ni el descrédito disfrazado de opinión. En estos tiempos convulsos, el Papa rehúye la tibieza de los discursos templados y elige, una vez más, ser faro de respeto, verdad y coraje.
Los periodistas que aún creemos en nuestro oficio no estamos solos. Y los pueblos que aún creen en su derecho a saber, tampoco.
Germán Salas M. es periodista.
