
En el siglo XXI, cuando la velocidad amenaza con devorar la contemplación y la palabra se disuelve en el vértigo digital, la literatura de László Krasznahorkai, Premio Nobel de Literatura 2025, se alza como una resistencia obstinada y luminosa.
La Academia Sueca lo reconoció “por su obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”. En esa justificación late algo más que una sentencia institucional: es una defensa de la lentitud, de la dificultad y del arte como última frontera ante la disolución del sentido.
Krasznahorkai ha edificado, desde sus primeras novelas como Sátántangó y La melancolía de la resistencia, un universo donde el caos es el lenguaje natural del mundo, y donde la salvación, si existe, solo puede hallarse en la obstinación de seguir narrando. En El regreso del barón Wenckheim (Báró Wenckheim hazatér, 2016), ese impulso alcanza su culminación.
El anciano barón que vuelve a su pueblo húngaro tras un exilio en Buenos Aires, movido por el amor y el espejismo de redención, se encuentra con una comunidad corroída por la codicia y la estupidez colectiva. Esa aldea, reflejo deformado del país natal del autor, es también metáfora del mundo contemporáneo: un lugar donde la esperanza solo sobrevive disfrazada de delirio. Entre sus páginas ininterrumpidas y sus frases torrenciales, se adivina la respiración de un escritor que ha hecho del lenguaje un flujo incesante, una música que no concede descanso al lector.
Pero el universo de Krasznahorkai no se detiene en Hungría. Desde hace dos décadas, su mirada ha cruzado fronteras y civilizaciones. En Destrucción y tristeza bajo los cielos (2004), su alter ego László Stein recorre China en busca de vestigios del arte clásico, solo para descubrir que la modernidad ha devastado incluso la posibilidad de la belleza. Y en Seiobo allá abajo (2008), su escritura se disuelve en episodios que viajan de Kioto a Venecia, de Atenas a la Alhambra, guiados por la diosa japonesa Seiobo, encarnación del arte puro y efímero. En estos textos, Japón y China no son escenarios exóticos, sino espejos de la espiritualidad perdida de Occidente: allí, donde la repetición ritual y la perfección formal sustituyen la fe, el autor encuentra una forma de redención estética, un modo de persistir ante la entropía.
La continuidad de su obra más reciente confirma esa obstinada búsqueda. En Herscht 07769 (2022), ambientada en una Alemania posindustrial y espectral, el escritor explora la descomposición de la memoria europea y la imposibilidad del regreso.
Su protagonista, atrapado entre ruinas y algoritmos, busca una señal de trascendencia en un mundo que ha reemplazado el pensamiento por la automatización. Dos años más tarde, en Zsömle is in love (2024), una novela de apariencia menor pero de hondura metafísica, Krasznahorkai sorprende al situar la ternura en el centro de su visión apocalíptica: el amor de un ser marginal, quizá humano, quizá animal, se convierte en la única chispa capaz de oponerse al derrumbe general. Ambas obras prolongan el gesto esencial de su literatura: mirar el fin del mundo no con cinismo, sino con una fe trágica en la palabra.
Personajes como el Profesor ermitaño o el barón Wenckheim, perdidos entre el aislamiento y la lucidez, habitan ese territorio incierto donde la conciencia se vuelve insoportable y, sin embargo, creadora. Krasznahorkai ha declarado que toda su obra es, en realidad, “un solo libro” escrito en distintos tonos: un largo intento de comprender cómo la belleza puede surgir del desorden, cómo el pensamiento puede sobrevivir a la desesperanza.
En su escritura se cruzan la geometría infinita de Borges, la ironía del Kafka de El castillo y el aliento metafísico de W. G. Sebald, quien escribió que “el escritor verdadero se adentra en la oscuridad, donde ya nadie más ve”. Esa oscuridad, la del alma, la de la historia, es el hábitat natural de Krasznahorkai.
En sus páginas se despliega un arte que no pretende consolar, sino revelar: el ritmo secreto de la destrucción, la melancolía de lo irreparable. Cada frase, extendida hasta el límite de la respiración, parece una súplica o una plegaria. Leerlo es someterse a una forma de trance: el lector se convierte en testigo de una lengua que resiste la simplificación del mundo.
“En ese intersticio entre destrucción y creación, entre terror y belleza”, escribe la Academia Sueca, “reside lo que Krasznahorkai hace visible: que el arte puede, ante lo peor, afirmar lo humano”. Esa frase resume no solo su obra, sino una ética. En tiempos en que la inmediatez domina, su literatura recuerda, como un eco del viejo mito japonés de Seiobo, que solo lo difícil sobrevive, que aun en el umbral del apocalipsis, la palabra sigue siendo la última forma de esperanza.
Así, el Nobel de 2025 no celebra una trayectoria, sino una resistencia. Krasznahorkai hereda lo mejor de la tradición centroeuropea: la lucidez del absurdo, el humor que roza la desesperación, la conciencia de que el arte no es ornamento, sino testimonio.
Desde Gyula hasta Buenos Aires, desde los templos de Kioto hasta las ruinas de Pekín, su obra construye una cartografía de la pérdida y del milagro. Y en medio de esa devastación, algo persiste: la fe en que la belleza, esa diosa que “baja” de vez en cuando, como Seiobo, puede todavía descender a la tierra, aunque solo sea por un instante, para recordarnos que seguimos siendo humanos.
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Mauricio A. Rodríguez Hernández es escritor, periodista y editor.