
En una mañana soleada, Greivin baja al río Madre de Dios con un saco al hombro. No va solo: detrás de él caminamos Jurgen, Memo y yo, intentando seguirle el paso mientras se abre camino, con la naturalidad envidiable del campesino, primero entre la maleza y luego entre las piedras del cauce.
Estamos ahí porque queremos aprender a reconocer ágatas. A mí, en realidad, me fascina algo más: la forma en que Greivin distingue lo valioso entre tantas rocas que, para cualquiera, serían idénticas.
Desde lejos reconoce una textura. Se agacha, toma la piedra, la observa y la deja caer, hasta que sus manos, entrenadas por la experiencia y no por aulas, detectan una forma distinta: un brillo opaco en un costado, un tramado que apenas se deja intuir. “Esta tiene corazón”, dice antes de guardarla.
No estudió geología ni arte, pero ha aprendido a mirar con una paciencia que no se enseña en la universidad. Las ágatas son muy duras: están hechas de sílice casi puro, en forma de calcedonia. Las vemos como bloques en el río porque la roca que las contenía se deshizo y ellas, más resistentes, viajaron con la corriente.
Con el mediodía, llega la lluvia. El plan de ir al río Pacuare, otro sitio donde Greivin ha encontrado ágatas, queda para una próxima vez. Greivin carga el saco cuesta arriba, con unas seis piedras pesadísimas, como si nada. Lo hace cada semana –dice él– porque “lo lleva a un lugar especial, lo saca de la rutina”, no por dinero.

La trama de lo invisible
Cuando Greivin corta una de sus piedras, el misterio se abre en capas. Aparecen líneas que simulan ríos detenidos, remolinos petrificados, círculos que cuentan una historia sin palabras.
Las ágatas nacen en el interior de rocas volcánicas, dentro de cavidades que se formaron cuando la lava se enfrió y quedaron huecos vacíos. Mucho después –a lo largo de miles o incluso millones de años– fluidos ricos en sílice fueron depositando capas finísimas que se endurecían con el tiempo. Así, una capa sobre otra, la piedra fue tejiendo su memoria.
Así se tejen sus anillos, como los recuerdos de una vida. Y estos recuerdos pueden ser ocres, verdes, translúcidos, lechosos… Todo depende de las condiciones en que se formaron: trazas de hierro o manganeso, agua más o menos ácida, oxígeno disponible. Cada capa es un registro de esa historia y cada ágata es irrepetible, como una huella digital.
Pienso en Agatha Christie, la escritora que convirtió el misterio en arte. Christie no solo inventaba enigmas; los desplegaba con la precisión de una piedra cortada en el punto exacto. En sus novelas, como en las ágatas, la verdad espera paciente, hasta que alguien decide mirar de verdad. Cortar para ver. Tal vez por eso mi hija se llama Isabelle Agatha: porque quería que llevara un nombre que contuviera tanto el secreto como su revelación.
Trazas únicas e irrepetibles
Entrar a la casa de Greivin es descubrir un orden propio: rocas por todas partes, ocupando el patio, los corredores y los rincones donde circulan las gallinas y los patos. Greivin señala cada grupo con precisión: sabe qué encontró, dónde lo puso y qué podría revelar si se corta. “Si quieren, les parto algunas”, dice con entusiasmo.
La curiosidad va guiando cada piedra hacia la sierra que está al fondo del patio. Ahí pasan Greivin y su hijo adolescente muchas horas, cortando y lavando, mirando y asombrándose. Cuando terminan, las piezas reposan sobre una mesa frente a la casa. Algunas las regala, otras las vende. Yo, como de costumbre, compro más de las que debería llevar.
Pienso que las ágatas lucen sus irregularidades y sus pliegues con orgullo. Saben que eso las hace únicas. Nosotros, con frecuencia, deseamos lo contrario: intentamos borrar nuestras grietas para parecer más jóvenes, más enteros, sin comprender que en ellas está la prueba de haber vivido.
Me detengo frente a las ágatas, deslumbrada por tanta belleza. En ellas, lo espontáneo se transforma en armonía. La fluidez, en nueva vida petrificada. Las ágatas no aspiran a la perfección; aceptan su historia y la vuelven forma. En sus anillos se adivina lo que preferimos ocultar: el rastro del tiempo, las pausas, las heridas. Y entonces surge una sospecha: que lo bello no nace a pesar de las trazas, de los surcos, sino a partir de ellos.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.