“Como dice una expresión alemana, yo no soy un libro, sino un hombre con su contradicción”, nos manifiesta el filósofo costarricense Roberto Murillo, en su libro Estancias del pensamiento . Libro este sobre artículos publicados en la Página Quince de La Nación , el cual releemos catorce años después de su fallecimiento, acaecido el 4 de setiembre de 1994.
Roberto Murillo solía dialogar, casi siempre, en amena caminata o con taza de café, sobre las ideas que a diario producía tan intensa vida de lectura. Las permanentes estancias que fundieron su vida filosófica con la intención poética en el discurso definieron con exactitud y nobleza su personalidad.
Interminable diálogo. Fue Roberto un andariego pensador y encontró en el paisaje de Santa María de Dota sinceras expresiones de admiración hacia la naturaleza. El paso y huella de estos andares fue vasta evocación de su memoria. La instalación de esas vivencias dentro del mundo personal fue uno de lo pilares que fortalecieron su personalidad magisterial.
Su paso por la Universidad de Estrasburgo y una tesis equivalente al Doctorado de Estado por el Gobierno Francés no empañaron nunca la plácida serenidad de su sabiduría ni envanecieron la mirada atenta y sutil. Escribió pocos libros tomando en cuenta la magnitud de conocimientos que abarcaba, y su semblanza de maestro discurrió a través del interminable diálogo y la comunicación.
Abrió puertas para dejar establecido que respetaba nuestra opinión en tiempos en que las primeras mujeres de mi generación se abrían paso como profesionales universitarias. Discurría así su amistad, generando conceptos que luego cada una de nosotras, amigas, transformaba en su propio lenguaje. Treinta años de serena hermandad produjeron la plataforma necesaria para aunar recodos e ironías de la vida que siempre tiñó con la amplia sonrisa y el irrepetible perfil.
Fue Antonio Machado su poeta preferido, y el filósofo Kant, el objeto de sus desvelos.
En casa de Ana Cristina Van der Laat iniciamos precisamente el “Grupo de Literatura Roberto Murillo”. En la primera ronda nos habló sobre don Quijote y después sobre la españolísima Generación del 98.
Creación y palabra. Aún recuerdo las finas manos, de largos dedos, dando vuelta a la página para encontrar certeramente la cita indicada. En ese instante, toda su figura se volcaba sobre el texto, y solamente él traspasaba los límites de la palabra para desentrañar todas las posibles acepciones, creando de inmediato un nuevo concepto sobre lo escrito.
Parecía que la creación fuese el gran juego de la vida y lo disfrutaba plenamente. La complicidad con la palabra y la acción regían su actuar. El aplauso al conocimiento y sus manifestaciones y la sincera lealtad de su presencia lo convertían en un galán cuya belleza interior sobrepasaba la estrecha estructura de la limitada anatomía. Muchas veces lo escuchamos agregar que podría enamorarse y girar alrededor de una idea toda su vida. Fue un paraguas siempre abierto para cobijarlo todo.
Guido Fernández lo describe como un duende, como un juglar, que supo con certera ironía y no con la áspera chota del costarricense y la estructura del bajapisos, señalar las aristas de nuestra educación y sugerir acertadas mejoras.
El equilibrio con que Roberto concertó la filosofía con la acción armónica de la poesía lo colocan como un filósofo cuya claridad de expresión nos aleja de pensar que esa ciencia sea difícil y ardua. Acordamos con la prosa de Hölderlin que “rico en méritos, es, sin embargo, poéticamente como el hombre habita la tierra”. Y fue así como estableció sus estancias, con paso machadiano y la mirada colocada en las estrellas. Un firmamento pleno y prolijo de pensamiento, honradez intelectual y fruto sereno.