Al salir y entregar las llaves al comprador, me sobrevino la imagen de despedir un hijo o hija que se muda lejos. Al ver nuestro carro por última vez, recordé diversos momentos familiares, paseos memorables con mis hijos, entonces pequeños, o aquellos revestidos de lujo por la compañía de mis padres aún rebosantes de vida.
El recuento mental me trajo la rutina diaria de traslados al trabajo, me llevó por caminos agrestes de montañas remotas, la sensación de potencia transmitida del volante a las manos al cruzar ríos o de seguridad al conducirnos por recónditos sitios en los cuatro puntos cardinales.
Al mirarlo de frente, el conjunto formado por sus viejos faroles, parrilla, tapa y parabrisas repentinamente transmuta en un rostro de rictus contenido, como cuando en medio de la tristeza se procura una sonrisa que antojadizamente brota fingida. Como si con ello, mágicamente también el viejo automotor se despedía de una familia querida.
Dar vida a las cosas
A fuerza de costumbre y por el paso del tiempo, las cosas que nos rodean, que las usamos habitualmente, que nos cubren o abrigan, en nuestro imaginario se van volviendo seres animados. Muchos les asignan un nombre o apodo para destacar alguna particularidad y con ese soplo de vida se tornan íntimos. Imposible olvidar la “Flor de Ayote” o el “Pirulo”, dos viejos carros de mi padre (qdDg).
Por algunas “cosas” desarrollamos, sin saberlo, una querencia especial. Pablo Neruda, en su Oda a las Cosas, nos lo confirma al decir: “No solo me tocaron / o las tocó mi mano / sino que acompañaron / de tal modo mi existencia / que conmigo existieron / y fueron para mí tan existentes / que vivieron conmigo media vida / y morirán conmigo media muerte”.
Sucede también con las casas que habitamos, sean propias o alquiladas. Se integran al círculo familiar como una madre protectora; bajo su techo reímos, lloramos, convivimos y dormimos confiados. El momento de dejarlas nunca está exento de cierto luto o desgarramiento interior. Acertadamente lo interpretó Jorge Debravo: “Ah, lo mismo que una madre / aprenden a querer las casas / Mi casa me amaba a mí / y yo la amaba y besaba/ éramos como unos novios…” (Porque Aprendí a Quererle, 1965).
Reliquias familiares
No pocas veces el cariño se traspasa generacionalmente, porque algunas cosas tienen la virtud de despertar antiguos sentimientos y amores, como al usar el comal preferido de la abuela, la boina del abuelo, la coqueta de mamá o la mecedora de papá, y así tantas otras que al tocarlas o abrazarlas nos devuelven la lealtad que nuestros seres queridos depositaron en ellas. Entonces, esas cosas, que quizás para otros serían insignificantes, se vuelven reliquias familiares.
Cada uno tiene su lista de cosas apreciadas. No son todas, ni muchas, son más bien singulares. No necesariamente se explican por su valor económico, sino por la cotidianeidad al usarlas o mirarlas a lo largo de tantos años.
Al ver nuestro carro alejarse en manos de un emocionado conductor y nuevo dueño, Debravo vuelve a prestarme palabras de despedida: “Por lo que me habéis dado de dulce y armonioso, por lo que me habéis dado de doliente, amadas seáis, hermanas cosas, amadas” (Canto de amor a las cosas, 1967).
El autor es economista.