En los últimos años, se ha vuelto casi una moda –y una postura políticamente correcta– afirmar que la inteligencia artificial (IA), incluso con sus avances más recientes, no eliminará miles de empleos. Quienes defienden esta visión suelen recurrir a frases como: “la inteligencia artificial no te quitará el trabajo, lo hará alguien que sepa usarla”, o “a largo plazo, el impacto será neutro para la mayoría de las personas”. Sin embargo, la evidencia y las tendencias actuales apuntan en otra dirección.
El problema de fondo es de incoherencia lógica: inferir el futuro a partir del pasado solo es útil cuando las condiciones son comparables. En este caso, las variables clave –la velocidad del cambio tecnológico, la escala de automatización y el alcance transversal de la inteligencia artificial– son completamente distintas. La falta de precedentes limita aún más la validez de cualquier predicción complaciente.
Ignorar esto no es solo un error analítico, es una irresponsabilidad política de quienes lideran el país. Estas personas deben asumir con seriedad esta disrupción y actuar para reducir sus efectos negativos en la sociedad.
No existe una limitante física conocida para que la tecnología no continúe incrementando exponencialmente sus capacidades de automatización para la resolución de problemas complejos.
A esto se suma un factor determinante: los mercados siempre favorecerán la opción más eficiente y barata. Si una máquina puede hacer el trabajo por menos, sustituirá a la persona. Y en ese escenario, miles de empleos dejarán de ser económicamente viables.
Los incentivos económicos nos llevarán a ese futuro próximo. Solo en los últimos cinco años, se han invertido al menos $500.000 millones en investigación y desarrollo. Esto confirma una realidad inevitable: la tecnología seguirá acelerándose, con recursos suficientes para construir la infraestructura necesaria –desde centros de datos hasta redes energéticas y de conectividad– y desarrollar el conocimiento clave en algoritmos e investigación científica.
Los algoritmos detrás de innovaciones como ChatGPT, Perplexity, Gemini y demás, no solo permiten lo que experimentamos como usuarios. Por ejemplo, chatbots que responden nuestras preguntas o que generan imágenes de alta calidad por centavos de dólar. Hoy, esos mismos algoritmos están incubando transformaciones silenciosas en otras industrias. Pronto saldrán a la luz. Será ese típico “de la noche a la mañana” que en realidad lleva décadas en gestación.
Estas áreas que están siendo apalancadas son “un secreto” para muchas personas que no son técnicas o científicas, e incluyen desde automatizar la escritura de código de computadoras hasta permitir crear mundos virtuales donde los robots pueden entrenar su “cerebro” digital sin necesidad de altas inversiones. Además, está impulsando avances en la frontera científica, como el caso de AlphaFold, que resolvió un problema considerado irresoluble durante décadas: predecir la estructura de una proteína a partir de su secuencia de aminoácidos.
Y no olvidemos lo más disruptivo: la recursividad de la mejora. La propia IA ya está ayudando a perfeccionar los algoritmos que la hacen posible.
No tiene sentido pensar en ralentizar el avance; quienes no “se monten en la ola” van a quedar atrás. Esto incluye países. Los mercados internacionales causarán estragos forzando a países más atrasados a sufrir las consecuencias.
Frente a esa inevitabilidad –y sin desconocer lo positivo que la IA traerá, como avances médicos, nuevas teorías científicas y algoritmos más potentes–, también debemos prepararnos para sus consecuencias sociales. No hacerlo sería negligente.
Entonces, enfrentémoslo: muchas personas perderán sus trabajos, ya sea de forma directa (reemplazo por algoritmos y robots) o indirecta (por inviabilidad económica que lleve a downsizing). Debido a esto, debemos comprender que esas personas no harán lo que muchos políticos cuando se les pregunta y contestan: “van a convertirse en emprendedores” o “van a aprender a hacer otros trabajos como programación”. Esa es una ilusión peligrosa.
Para esto, como país debemos redoblar esfuerzos en educar a la población de una manera más dinámica y adaptada a las necesidades cambiantes del futuro. Una educación enfocada en habilidades fundamentales, pensamiento crítico y adaptabilidad. Que priorice los resultados por sobre la burocracia. Además, entendiendo que miles requerirán apoyo en el corto plazo, se debe comprender “el momento” en que cada persona está en su vida profesional y su contexto socioeconómico, y de acuerdo con ello, ayudarle a ubicarse en otro ámbito de una manera empática y realista.
La IA no es solo otra herramienta. Es un punto de inflexión histórico, tan decisivo como lo fue la electricidad o la imprenta.
Si no actuamos hoy, no será la inteligencia artificial la que nos quite el trabajo. Será nuestra falta de visión.
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Walter Montes es director de Ingeniería de Software y cofundador de Primera Línea.
