A principios de los años 90 se publicó un libro fascinante titulado La tormenta perfecta, por Sebastian Junger, del que posteriormente se hizo una película. Era una crónica del trance de una embarcación de pesca de Massachusetts ante una tempestad extraordinariamente destructiva que se desencadenó en octubre de 1991 frente a la costa noreste de los Estados Unidos.
La premisa terrible del relato era que hay ocasiones en que se produce una combinación de factores atmosféricos que normalmente no confluyen y que, tal vez, considerados individualmente no presentan mayor desafío, pero que cuando en un momento dado convergen, provocan un cataclismo de dimensiones incalculables. La tormenta perfecta.
Tal vez nos conviene tener en cuenta este paradigma al considerar las características del estado actual del discurso público, tanto en nuestro país como en la sociedad globalizada. A mi modo de ver, hay varios elementos “atmosféricos” a los que debemos poner atención:
Las llamadas ‘cámaras de eco’. Es el fenómeno por el que, en redes sociales, nos mantenemos conectados a círculos en que todos pensamos parecido, reforzamos nuestras propias opiniones (autocarboneo) y –consciente o inconscientemente– nos cerramos a puntos de vista divergentes. Todo ello, además, reforzado por el algoritmo, ese fantasma de los ciberespacios, cuya presencia todos intuimos y que nos manipula exponiéndonos constantemente a contenido que recicla y amplifica nuestros propios pensamientos y prejuicios. Este fenómeno tiene, asimismo, el efecto de encerrarnos en una mentalidad de confrontación. Vemos la realidad en términos de amigos versus enemigos. No hay debate de ideas, sino ataque y contrataque dominados en el fondo por el temor y la rabia.
El populismo matón. El pasado 16 de abril, se publicó en La Nación un valioso artículo de José Daniel Rodríguez con ese título. De lectura obligatoria. Describe la actitud de líderes políticos de la actualidad, que encuentran un tesoro de caudal político en la explotación del descontento y el atizar, con un discurso altisonante que a menudo viola las normas de la decencia, los instintos menos deseables de la población. A veces propone los desplantes de violencia como medicina para males reales o percibidos. Violencia que puede adoptar formas tales como la burla y descalificación del adversario, el atropello del más débil, el desprecio del ordenamiento jurídico, el abuso del poder, la distorsión de la realidad, la destrucción de los vasos comunicantes de la función de gobierno y otras. El populismo matón tiene el doble efecto de retroalimentar su popularidad entre algunos sectores, al tiempo que aliena gravemente a quienes piensan diferente. Se provoca una sociedad fragmentada y nutrida por una especie de rencor colectivo.
La decadencia de la prensa tradicional. La reducción del espectro de atención de la persona a unos pocos segundos o minutos, en combinación con el constante megáfono de espectacularidad a que se nos somete en las redes, han puesto en jaque a los medios tradicionales de opinión pública, forzándolos a menudo a sumarse a ese mercado de la indignación, lo escalofriante y lo extremo. Para conservar cuota de terreno y probablemente en algunos casos por instinto de preservación, la prensa acude a veces al escándalo fabricado o exagerado, con lo que contribuye a un clima marcado por el cinismo, la desconfianza y la polarización. Así, ha abdicado –en buena parte forzada por sus propios destinatarios– de su papel en la formación de instancias de opinión pública permeadas de reflexión y sensatez como contrapeso de la mera irracionalidad emotiva.
Supresión de la subjetividad. Esta es una tentación casi natural del discurso público en cualquier tiempo, pero actualmente se extrema a niveles peligrosos. Consiste en pasar por alto que cada persona es un mundo y que sus opiniones e intuiciones están conectadas con toda la complejidad de su experiencia de vida. No siempre el otro está ahí para comerse mi almuerzo o socavar mis legítimas aspiraciones. A veces, simplemente piensa diferente y, cuidado si no, por motivaciones más nobles que las mías. Tendemos a juzgar con ligereza y renunciar sin más a la presunción de buena fe en los demás, al menos como punto de partida. Parecemos incapaces de escuchar antes de apresurarnos a imponer nuestro argumento. Rara vez nos dejamos persuadir y borramos los matices en un mundo que nos pintamos de colores solo blanco y negro. Todo esto tiende a exacerbar la violencia en el diálogo, en que cada interlocutor habla cada vez más fuerte, pero en que se escucha cada vez menos al otro. Un diálogo a gritos entre sordos, además amplificado por el efecto multiplicador de las redes sociales.
¿Cómo contrarrestar estos nubarrones? A mi modo de ver, cada uno de nosotros tiene una responsabilidad personal de resistir estas tendencias. No alimentar el discurso extremista. Reconocer en el otro no a un enemigo, sino a un compañero de viaje cuyo destino en buena parte determinará el mío. Respeto del punto de vista ajeno aunque deba combatirlo. Pensar, y después interactuar en el terreno de las ideas, no de los insultos y la descalificación. Por su parte, los políticos nos están debiendo verdaderos liderazgos. Queremos dirigentes capaces de provocar unidad en lugar de resquebrajamiento, a quienes nos veamos impulsados a seguir no por su bravuconada, sino por la fuerza de sus iniciativas y el sello de su integridad.
El otro elemento que es fundamental para contrarrestar las amenazas que tenemos al frente puede parecer obvio: el imperio del derecho; el compromiso con la observancia de la ley. El derecho es, dicho simplemente, la frontera entre la civilización y la barbarie. Una sociedad que pasa por alto la ley asume riesgos incalculables, como lo atestiguan las dictaduras del pasado y las del presente. La sociedad debe buscar su camino dentro de los cauces del ordenamiento jurídico. Y si este nos parece insuficiente, debe corregirse por los mecanismos de la democracia, en lugar de simplemente pasarse por alto, aunque sea en nombre de un ideal positivo. Una sociedad en que la violación de la ley se toma a la ligera está condenada al despeñadero. Y al contrario, una que se adhiere a ella tiene ya mucho terreno ganado en su marcha hacia el desarrollo.
Ojalá sepamos ver y contrarrestar a tiempo estas señales ominosas. Con el perdón de un espóiler, La tormenta perfecta de Junger no tiene un final feliz.
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Roberto Leiva Pacheco es abogado.
