
Antonio Famoso tenía 70 años. Vivía solo en un pequeño apartamento en Valencia, España. Durante 15 años, nadie supo más de él, pero tampoco lo buscaron, llamaron ni preguntaron a otros por él. La pensión le llegaba cada mes y, por ello, los pagos automáticos daban a entender que todo estaba bien. Pero todo cambió un día que la vecina del piso de abajo sufrió filtraciones. Para buscar la causa, entraron a su apartamento, donde yacía él momificado desde hacía tres lustros.
El suyo no fue un caso aislado; solo en esa ciudad española, una veintena de ancianos han sido hallados muertos en soledad en lo que va de este año. Nadie lo notó, nadie preguntó.
Antonio no fue asesinado por la violencia, sino por algo más lento y silencioso: la indiferencia de todos a su alrededor. Tenía hijos, familia y amigos de comunidad, pero a nadie parecía preocuparle su paradero. Lo más triste es que su familiar más cercano estaba a solo 600 pasos.
La soledad extrema sí existe. Puede afectar intensamente a las personas mayores sin que absolutamente nadie se percate de ello. Es una forma de abandono social que no siempre se ve, pero que carcome el alma y la dignidad.
La sociedad moderna confunde autonomía con aislamiento. Vivimos más, pero cada vez más solos. La familia se reduce, las comunidades se disuelven, y los adultos mayores –una vez pilares de la vida cotidiana– se convierten en sombras que nadie nota cuando faltan.
El espejismo de vivir más años
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), la esperanza de vida al nacer en 2025 en Costa Rica es de 81,05 años: 78,57 para los hombres y 83,53 para las mujeres. Son cifras que solemos celebrar como un triunfo del sistema de salud, pero esconden una verdad incómoda: vivimos más tiempo, sí, pero no necesariamente acompañados.
La longevidad sin vínculos es un espejismo. No basta sumar años si, al hacerlo, restamos compañía, escucha y afecto. Si el entorno familiar y social no se fortalece, estos años adicionales pueden convertirse en tiempo vacío, en rutina sin propósito.
Cuando el silencio se vuelve mortal
Antonio Famoso no murió en un pueblo remoto ni en una zona olvidada; vivía en plena ciudad. Eso demuestra que la soledad no distingue clase social ni geografía. Puede habitar detrás de cualquier puerta, en cualquier barrio.
Su historia no debería quedar como un titular de invierno, sino como un espejo. Porque en Costa Rica –donde el envejecimiento avanza más rápido de lo que se asume políticamente–, la posibilidad de que algo similar ocurra no es lejana, sino inminente.
La soledad extrema toca puertas que aún no escuchamos.
Desafío para quienes aspiran a gobernar
Costa Rica ya vive una transición demográfica acelerada. En pocos años, los mayores de 65 superarán en número a los menores de 15. Pero mientras el debate público se centra en la economía, la seguridad o la infraestructura, la vejez y el acompañamiento humano siguen fuera del radar político.
A los 20 candidatos presidenciales que hoy buscan dirigir el país, habría que preguntarles si saben de lo que ocurrió en Valencia. Porque lo que allá parece una tragedia lejana, aquí puede repetirse pronto.
¿Esperaremos a que un Antonio costarricense muera en silencio para reaccionar? El envejecimiento de la población no es una cifra técnica: es un reto moral.
Y no hay país verdaderamente desarrollado si deja morir a sus mayores sin que nadie toque su puerta.
Germán Salas M. es periodista.
