
Praga. Recorro las empedradas calles de la Ciudad Vieja. En la pared sur del ayuntamiento se encuentra el reloj astronómico, una joya medieval. Data de 1410. A pocos metros diviso un restaurante cuyas amplias vidrieras permiten contemplar el atardecer con sus cálidos celajes. Quise aprovechar ese momento para hacer una pausa, tomar un café y dar una mirada a aquellos que, con asombro, se detienen ante algo que les recuerda una realidad implacable: el paso del tiempo.
Súbitamente, fuertes gotas de lluvia caen sobre los vidrios. El cielo palidece y cae la tarde. Los camareros encienden las velas de las mesas y colocan flores naturales. Mi atención se dirige ahora hacia el interior. Al fondo de la estancia se observa la silueta de un piano de cola. El restaurante empieza a cobrar vida y la música invita al sosiego. Ha sido una larga jornada.
Tímidamente, decido abrir un libro. Me permite desaparecer y observar discretamente. Poco tiempo después no puedo evitar escuchar la discusión entre una pareja. Lo percibo por el tono de voz y la tensión reflejada en sus rostros. Ambos comparten una edad madura. Discuten sobre el tiempo; les ha distanciado. Él alega no tenerlo y ella aduce no recibirlo. Suena el teléfono y el hombre atiende velozmente la llamada. Ella gira su cabeza y toma una de las rosas de la mesa. Sus ojos contemplan aquel bello reloj y se tornan vidriosos.
Desde una de las ventanas laterales asoma la figura de un joven. Lleva una bufanda y un saco de invierno. En sus brazos sostiene un cartapacio. Llama mi atención cómo observa detenidamente aquella escena. La llamada termina. Ambos piden simultáneamente la cuenta y se retiran dejando a medias sus copas de vino. Al salir del restaurante, el joven se acerca a ella y le entrega una silueta que ha dibujado y recortado sobre una hoja blanca. Ha captado su perfil y su cabello juvenilmente recogido. Con prisa, irrumpe el hombre, que para salir del paso le ofrece unas monedas. El joven levanta con elegancia su mano y las rechaza. Ella agradece su gesto, sonríe y le entrega una rosa. Aquel artista, dibujante de siluetas, posiblemente venía del antiguo puente Carlos, sobre el río Moldava.
En uno de sus cuadernos de notas, Dostoyevski dejó escrito: “Solo la belleza salvará al mundo”. Pensaba en la belleza moral, en los gestos de compasión, entrega y amor que son capaces de transformar la realidad. De transformar el tiempo. A todos se nos ofrece la oportunidad de poner belleza en ese mundo, quizás con más respeto, solidaridad y escucha. Qué verdaderos los versos de Terencio: “Soy humano y nada humano me es ajeno”. No podemos quedar indiferentes ante las alegrías y penas de los otros. Para muestra, este joven artista.
Camino al hotel, recordaba el interesante dualismo entre el cronos y el kairós griego. El tiempo oficial que nadie puede modificar y el tiempo psicológico, emocional y subjetivo. Ese interior y afectivo. El que manifiesta cómo navegan los acontecimientos en cada uno de nosotros. Qué importante es comprenderlos. Pero también hay un tiempo filosófico que está relacionado con el pensamiento y se refiere a dos linajes: el tiempo primordial y el trivial, inspirados en Heidegger. Debemos prestar atención al primero, dirigido a los grandes asuntos del proyecto de vida, como familia, amor, trabajo, amigos, cultura, aficiones. Atesorarlo para navegarlo con ilusión y esperanza. No es ilusorio. Podemos trascender el tiempo y dejar huella, pues solo el amor no tiene tiempo.
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Helena María Fonseca Ospina es administradora de negocios.
