
A principios del siglo XX, México se encontraba en una encrucijada histórica. El “Porfiriato”, un largo periodo de gobierno autoritario encabezado por Porfirio Díaz, había consolidado una oligarquía que favorecía el crecimiento económico, pero excluía a las grandes masas campesinas e indígenas del progreso social.
La pobreza, la desigualdad y la falta de acceso a la educación eran síntomas profundos de una sociedad rota; por ejemplo, el analfabetismo rondaba el 80%. En este contexto, estalló en 1910 la Revolución Mexicana, impulsada por la inconformidad de múltiples sectores, entre ellos, Francisco I. Madero, quien abogaba por elecciones libres y un orden más democrático. Si bien su liderazgo fue efímero, su movimiento abrió una brecha para la transformación nacional.
Tras un decenio de lucha armada y de convulsión política, surgió la necesidad de reconstruir el país, no solo en lo material, sino en lo espiritual e intelectual. Fue entonces cuando emergió una figura que habría de dejar una huella imborrable en la historia de México: José Vasconcelos. Nombrado secretario de Educación Pública en 1921, asumió una misión monumental: llevar la educación a todos los rincones del país, convertirla en motor de identidad nacional y en herramienta de redención social.
La labor de Vasconcelos no fue meramente administrativa; fue una cruzada ideológica y cultural. Creía firmemente que la educación debía ser el cimiento de una nueva patria, y que sin ella no habría revolución real ni justicia duradera. Su visión era profundamente humanista: aspiraba a formar ciudadanos integrales, conscientes de su historia, capaces de pensar críticamente y dotados de sensibilidad estética.
Una de sus primeras acciones fue la organización de una vasta campaña de alfabetización. Entendía que millones de mexicanos vivían en la ignorancia, marginados no solo por la pobreza, sino por la imposibilidad de leer y escribir. Bajo su mandato, se construyeron miles de escuelas rurales, se formaron brigadas de maestros que viajaban a caballo o a pie para llevar el conocimiento a las comunidades más apartadas, y se impulsó una política de edición masiva de libros, entre ellos clásicos de la literatura universal y textos escolares accesibles y comprensibles.
La Secretaría de Educación Pública, cuya creación fue impulsada por Vasconcelos, se convirtió en el eje de esta transformación. Allí, además de los esfuerzos por enseñar a leer y escribir, se fomentó el arte como forma de elevación moral. Fue él quien abrió las puertas a los muralistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, con lo que promovió una pedagogía visual que adornaba muros públicos con historias épicas del pueblo mexicano.
Claro está, su proyecto no estuvo exento de críticas. Algunos lo acusaron de elitista por su afán de imponer una cultura “alta”, ajena a las realidades populares y hacia la medianía del siglo XX tuvo cuestionables acercamientos ideológicos. Sin embargo, su legado es innegable: sentó las bases de un sistema educativo público nacional, con vocación incluyente y social.
En nuestra Costa Rica actual, la de la pospandemia y el “apagón educativo”, la que busca con fruición una ruta para su sistema de enseñanza en el siglo XXI, quizá valdría la pena mirar con atención el camino de Vasconcelos, quien entendió antes que muchos, que la verdadera revolución no se logra con armas sino con libros. Que un país solo puede regenerarse si siembra conocimiento en lugar de resentimiento. Su revolución educativa fue, en efecto, una de las más profundas y duraderas que se ha vivido en América Latina.
A más de un siglo del inicio de aquella gesta, sus ideales siguen resonando como un recordatorio urgente de que solo a través de la educación podremos aspirar a una sociedad verdaderamente justa y libre.
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Edgardo Piedra Garita es director general de Yorkín School.