La política es el campo para la confrontación de ideas, propuestas, visiones, formas de ejecución, de unos y de otros, por alcanzar el poder público, rivalidad en la que se exaltan las virtudes propias y se acentúan los errores o debilidades del oponente.
Empero, algo está cambiando. En los últimos años, presenciamos un recrudecimiento del discurso que enfatiza en el otro a un enemigo, empleado cada vez más como instrumento para desprestigiar e incitar a la crispación y como mecanismo para obtener réditos electorales, sin reparar en las necesidades futuras que puedan tenerse de ese otro para llevar adelante una gestión de gobierno.
En esa arenga, el otro es el malo, fiel representante de todos los males, de las desgracias del país, y así deberían entenderlo todos.
Este discurso se explicita en contra de quienes ostentan una posición distinta, que les confiere una posición privilegiada o ventaja, sea por poder, riqueza o estatus. Tal cual lo señaló Carl Schmitt: “El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo”.
Ha crecido en la vida política nacional el recurso por calificar de enemigo todo lo opuesto a intereses o pensamientos particulares.
El político es enemigo porque roba, miente o incumple. El empresario es enemigo por su acumulación de riqueza o por supuestamente evadir el pago de impuestos. Los funcionarios son enemigos por sus privilegios. La prensa es enemiga por informar, cuestionar o tener una línea editorial, los sindicatos son enemigos por su defensa del statu quo.
En ese camino, hemos continuado en la creación de nuevos enemigos o agregado nuevas razones de enemistad, estimulados por quienes oportunistamente se aprovechan del malestar de sectores o grupos para señalar como causa de todas las desventuras al de enfrente, quien debe ser catalogado de enemigo.
Esto no solo es incorrecto porque parte de generalizaciones sin contenido o sin apuntar responsables concretos, sino también porque resulta en una abierta contradicción con el otro discurso que nos presenta como un país de paz, solidario, respetuoso, amante del diálogo y la negociación, en donde se requiere del aporte de todos los sectores para avanzar.
En otras palabras, ¿de qué manera podemos luego insistir en construir si del otro lado de la acera está el enemigo? ¿Dónde nace la confianza mínima necesaria para sentarse en la misma mesa en busca de soluciones comunes si, en el caso del parlamento, cada partido es calificado de representante de lo peor?
De persistir por esa vía, todos terminaremos siendo enemigos de todos, ignorando que los demás también nos perciben con distancia y produciendo grietas profundas en las relaciones que hagan todavía más ardua la tarea de alcanzar acuerdos.
La vida en democracia está lejos de ser sencilla; nunca lo ha sido, pero no por ello debemos sucumbir a la tentación fácil de pensar que fuera del entorno personal, al otro lado, está el representante de nuestro castigo, de nuestras peores desventuras, que todo en el Estado se ha hecho mal y somos una nación obra de la suerte o de la casualidad.
Por el contrario, con sus virtudes y fracasos, el país exhibe logros significativos, resultado del esfuerzo de múltiples personas, más allá de sus diferencias.
Quienes aspiran a la presidencia deben hablar con la verdad y entender que la crítica exacerbada es un vehículo para distancias cortas, por lo que quienes hoy reciben elogios por sus férreas posiciones ante los que consideran enemigos, mañana pueden terminar siendo presa de su propio discurso; porque el ejercicio de gobernar exige negociar y concertar con aquellos que antes fueron utilizados como ejemplo de la mayor de las maldades; porque es muy distinto ubicarse en la acera de la denuncia o de repartir culpas a estar obligado a tomar decisiones en el Estado, decisiones en las que entran en juego múltiples actores y circunstancias no siempre controlables; porque no todo lo que promete un gobernante en su programa de gobierno podrá realizarlo.
El autor es politólogo.