Flaca, tirando a morena, pelo muy negro con algunas canas y lentes de aro plástico oscuro. Tentén cumplía para nosotros el rol de abuela, aunque era prima segunda. Vivió en casa y nos regaló más de lo que ella se enteró: el gusto por las letras, el espíritu crítico, la fe en nosotros mismos como artistas y el misterio de la sutileza y la creatividad en la vida… y hasta en cómo despedirse tras la muerte.
Mañana, 10 de marzo, Tentén habría cumplido 109 años de vida, pero se fue a los 81, dos días después festejarlos, cuando ya el olvido empezaba a robarle los recuerdos justo a ella, mujer siempre rodeada de palabras.
Aún puedo verla leyendo en su cama a las seis de la tarde, con su lamparita fluorescente, rodeada de La Nación, La Prensa Libre, La República y Contrapunto. Las páginas de periódico parecían una colcha sobre la colcha, y Tentén elegía de aquel mantel de palabras, algunas notas periodísticas que de inmediato pegaba muy cerca de su nariz y luego bajaba la hoja y subrayaba frases o hacía anotaciones al borde de la página.

Los oídos, en cambio, estaban más despiertos: cada tarde pegaba su oreja derecha a la pequeña radio de color blanco, la misma que susurraba noticias y programas de opinión desde las cinco de la tarde hasta muy entrada la noche, cuando Tentén apagaba la luz, y continuaba escuchando, como si quisiera arrullarse con sus voces.

Quizá por eso, las comidas con ella estaban cargadas de noticias:
−¿Qué vamos a hacer con la roya que está matando al café?− comentaba un día.
−No soporto a esos políticos que se reúnen en Contadora.
Yo nunca había oído esa palabra. Ella me explicó que Contadora era una isla en Panamá, en donde se reunían unos políticos que, según Tentén, “no servían para nada”.
Entre el tomate y el “pasame el arroz”, los desayunos y los almuerzos eran verdaderas introducciones a la realidad nacional, extraídas de la radio y los periódicos de Tentén y los comentarios intensos de mi tata. Pero no todo, para ella, eran noticias.
Sobre su cama, Tentén tenía una repisa repleta de libros, entre ellos: Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, Señor Dios soy Ana, de Fynn; Momo, de Michael Ende.
Yo, a mis nueve años, tomaba Momo entre mis manos y lo observaba, por unos segundos, maravillado: tenía una portada repleta de relojes y una niña de cabello negro despeinado, acompañada de una tortuga. Yo observaba aquella imagen y, a los pocos segundos, volvía a poner el texto en su lugar, hasta que finalmente, cuando tuve 13 años, un día tomé el libro y lo leí de un tirón.
Entonces aprendí que, al igual que en el amor, cada texto tiene su hora. Momo fue mi primer libro, y me lo proporcionó la maravillosa biblioteca de Tentén, presente allí siempre, como una sana tentación.
Pero aquella mujer, abuelita por adopción, me aportó más que textos y noticias. Ella fue la mirada atenta que me sembró la confianza en mi talento para contar historias o dedicarme al arte.
Hoy, cuando me subo a un escenario, siento una gratitud tremenda hacia ella, porque cuando yo era chiquillo y llegaba a su cuarto con un dibujo, una escena inventada o una canción, ella interrumpía la lectura de sus periódicos y bajaba el volumen de la radio, y me miraba como si yo estuviera haciendo lo más maravilloso del mundo. Tentén me enseñó la importancia de mirar con asombro y plena escucha, especialmente a los más chiquillos.
Pasaron los años y Tentén, ya mayor, empezó a olvidar. Se le desvanecían las palabras, esas que tanto atesoraba en hojas de papel y ondas de radio. Fue entonces cuando enfermó de pulmonía.
−Coma Tentén− le decíamos. Pero ella cerraba los ojos y apretaba los labios… justo donde entraban las letras y salían las opiniones.
La pasaron una noche al hospital. Yo llegué tarde del trabajo. Me dieron la noticia de que la habían llevado en ambulancia al centro de salud. Pensé en ir a verla muy temprano al salón donde quedó internada.
Pero justo cuando terminé de lavarme los dientes, me acosté en la cama y me arrollé en las cobijas, sentí lo que nunca más he vuelto a sentir: un frío y una certeza. Así puedo explicarlo. La certeza de que ella estaba ahí despidiéndose. No sentí miedo. Solo agradecimiento. Le dije en voz alta: “Gracias, Tentén, por creer en mis palabras, en mí, por escucharme. Gracias por el asombro”.
El teléfono sonó. Mi tata atendió y al minuto llegó a mi cuarto. No tenía que decirme nada. Ya yo sabía la noticia. Tentén había viajado lejos, antes de que las palabras se borraran de su memoria.
Desde entonces, yo, cuando cuento cuentos, no puedo dejar de pensar, que mi tarea es precisamente combatir el olvido, porque así, contar cuentos es un poco vencer a la muerte.
Dicen que solo se muere aquello que no se recuerda. Gracias por eso, Tentén. Sin duda, una mujer que marcó profundamente mi vida. Dicen que permanecemos en las huellas que dejamos. Quizá así es como se vence a la muerte.
rgonzalez@utn.ac.cr
Rodolfo González Ulloa es periodista, investigador histórico, narrador oral y docente en la UCR y la UTN. Ha publicado dos novelas históricas y ha escrito tres radionovelas para Grupo Columbia.