Hay momentos que no están pensados para ser públicos, aunque ocurran rodeados de miles de personas. En un concierto de Coldplay, el CEO de una empresa de tecnología y su directora de Recursos Humanos fueron captados por una kiss cam en un instante que, para ellos, era íntimo.
Las kiss cams son utilizadas durante eventos deportivos o conciertos para enfocar al público y proyectar imágenes en pantallas gigantes con el objetivo de captar y mostrar a parejas besándose, como parte del entretenimiento del evento. Lo que debió quedar como una anécdota casual escaló a niveles insospechados, hasta convertirse en un juicio moral global. Y, en ese tránsito, la privacidad de dos seres humanos quedó expuesta como nunca. La discusión sobre el karma es asunto de otra conversación.
Si esto hubiera pasado en Costa Rica, el marco normativo habría sido claro, aunque quién sabe su interpretación: la Ley de Protección de la Persona frente al Tratamiento de sus Datos Personales establece que el consentimiento es la única base legítima para tratar datos personales.
La imagen facial, protegida como dato personal, no puede captarse ni difundirse sin autorización previa, expresa e informada. Esta regla admite excepciones estrictas vinculadas con la libertad de prensa, la seguridad pública o la grabación incidental en espacios públicos abiertos. Pero un estadio o un auditorio, aunque sean recintos de acceso público, no constituyen espacios públicos en sentido jurídico estricto. Mucho menos una dinámica como la kiss cam puede entenderse como ejercicio legítimo de libertad informativa, ni se trataba tampoco de personajes públicos, como podrían ser figuras políticas. Por tanto, el consentimiento sigue siendo exigible para captar y proyectar la imagen de un asistente en este tipo de situaciones.
El uso de estas tecnologías suele justificarse con avisos en los boletos de entrada o carteles informativos en el recinto, en los que se informa al asistente de que “puede ser grabado”. En esencia, un caso de consentimiento implícito. Sin embargo, bajo legislaciones más avanzadas, como el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) europeo, este consentimiento sería insuficiente. El RGPD exige una manifestación clara, libre y específica, y condiciona el tratamiento a finalidades determinadas, explícitas y legítimas. Ni el boleto ni un cartel serían suficientes para legitimar, por sí solos, la proyección o difusión pública de la imagen del asistente con fines recreativos en el marco de un espectáculo.
Algunos asistentes a estos eventos, de hecho, buscan la cámara, saludan, posan o promueven su aparición en las pantallas. Pero esa conducta voluntaria no convierte el consentimiento en presunto ni generalizable. La excepción –quien desea ser visto– no justifica que se asuma que todos consienten. La privacidad sigue siendo, por definición, un derecho personal y una decisión individual.
¿Puede entonces una kiss cam ampararse en ese consentimiento implícito? Desde mi perspectiva en materia de protección de datos, no. Ni según el estándar costarricense, ni bajo el RGPD, ni siquiera bajo marcos intermedios como la California Consumer Privacy Act (CCPA). Solo el consentimiento expreso –un acto claro y afirmativo por parte del asistente– podría justificar ese tratamiento de imagen. Por ejemplo, mediante la aceptación explícita de términos y condiciones a la hora de comprar una entrada al evento, que incluyan expresamente la posibilidad de participar en dinámicas visuales como esta.
Aquí es donde la propia tecnología podría ofrecer soluciones. A quienes asistan a un evento y deseen participar en estas dinámicas, se les podría proporcionar una pulsera o accesorio detectable por las cámaras, que legitime automáticamente el tratamiento de su imagen, o bien podría establecerse un sistema de exclusión: zonas específicas del recinto donde no se realice filmación ni proyección. Incluso, podrían emplearse tecnologías de reconocimiento facial inverso, diseñadas no para identificar y captar rostros, sino para respetar las decisiones de quienes hayan optado por no ser grabados.
Estos mecanismos no son una utopía. Son perfectamente viables desde el punto de vista técnico, y desde la óptica del principio de privacidad por diseño (privacy by design) y del principio de minimización de datos, deberían considerarse obligatorios en espectáculos de gran escala. No se trata de renunciar al entretenimiento, sino de que el entretenimiento no sea un arma para vulnerar derechos.
Más allá de las soluciones prácticas, este suceso invita a una reflexión de fondo: la privacidad no depende del espacio donde estemos, sino del control que tengamos sobre lo que mostramos y compartimos. Una pareja puede estar rodeada de 50.000 personas y, aun así, no querer que ese momento pertenezca al resto del planeta.
En la era de las pantallas gigantes y las redes sin fronteras, el verdadero desafío es que nuestra intimidad sea un derecho, no una opción. Ni siquiera cuando una cámara cree haber encontrado su próxima historia viral.
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Mauricio París es abogado experto en tecnología, medios y telecomunicaciones.
