Vivimos en una edad milagrosa en que la mitad del mundo tiene acceso a una tecnología —la Internet— que apoya la salud y la educación de las personas, puede ser un salvavidas en tiempos de enfermedades o desastres y fue diseñada para ser abierta, sin que nadie la posea.
La pandemia de covid-19 resaltó su importancia y potencial, al obligar al planeta a conectarse de manera remota, a distancia y en tiempo real.
Por desgracia, también vivimos en tiempos de miedo y suspicacia. No es necesario siquiera buscar noticias sombrías en las redes sociales (el llamado doomscrolling) para encontrar gente diciendo que la Internet es peor que una peste o guerra que hayamos vivido.
Parece que es un chivo expiatorio para muchos de los problemas actuales, incluidos el terrorismo, el abuso infantil y hasta el fin de la democracia.
Pero, piensen un momento. Creer, por ejemplo, que las noticias falsas de alguna manera son culpa de la Internet es olvidar las campañas de propaganda estatal que se perfeccionaron en el siglo XX.
De manera similar, la excesiva concentración de la riqueza y los omnipotentes monopolios no son productos de la era digital; hubo tiempos en que existían empresas como la US Steel, la Standard Oil y las compañías británicas y holandesas de las Indias Orientales (nombre dado en los primeros tiempos al continente americano).
Algunos incluso responsabilizan a la Internet por el declive de los valores cívicos y hasta la civilidad, como si la mentira en la política y los discursos incendiarios no hubieran sido posibles antes de Twitter.
Las tecnologías transformativas tienen profundos efectos en las sociedades y las personas. Nos encontramos en un período de cambio social que, en parte, es incuestionablemente atribuible al surgimiento de la Internet, porque esta ha creado nuevas oportunidades.
Algunas son socialmente valiosas, entre ellas, comunicarse de manera fácil y barata con amigos o familiares que están a grandes distancias.
Otras son socialmente dañinas: es casi seguro que los estafadores ganarán dinero. Y no faltan las socialmente ambiguas: las autoridades y los celadores tradicionales están perdiendo influencia porque existen más canales y medios de acceso a la información.
Pero si bien muchos de los daños que la gente adscribe a la Internet no son nuevos ni causados por esta, los gobiernos están buscando regularla como si así lo fuera. Antes de seguir ese camino, sería bueno que nos aseguremos de regular lo correcto.
Piénsese en el problema de las megacorporaciones tecnológicas modernas y sus efectos sobre el comercio y el discurso público. Algunos recomiendan la aplicación de normas especiales a estas compañías cuando alcancen un cierto nivel de capitalización de mercado o de ingresos. Pero esta es difícilmente la primera vez que ha surgido el problema de la concentración corporativa.
Después de que la Standard Oil llegó a dominar la industria petrolera estadounidense y de otros muchos países a finales del siglo XIX y principios del XX, los gobiernos enfrentaron el poder de la empresa con políticas antimonopolio, no “políticas petroleras”.
Mucha gente también expresa su preocupación acerca de la interferencia política que la Internet ha hecho posible, tanto dentro de un país como por parte de actores extranjeros. Pero es una señal de descuido y falta de precisión histórica atribuir este fenómeno completamente a la Internet.
Estados Unidos, Francia, Rusia y China vivieron revoluciones violentas en tiempos anteriores a la Internet. Y, mucho antes de que alguien enviara un datagrama a la red, los países ya estaban interfiriendo en los procesos políticos de sus pares, como lo hicieron con frecuencia la Unión Soviética y Estados Unidos durante la Guerra Fría.
Los sistemas políticos, y las democracias en particular, dependen del funcionamiento eficiente y la legitimidad de sus gobiernos. No se puede solucionar el problema de la desafección popular hacia un régimen político simplemente controlando los flujos de información procedentes del exterior. Eso era tan cierto en la Rusia de antes de 1917, cuando la información se imprimía en papel, como ahora cuando viene en paquetes de datos.
Es verdad que algunos retos son específicos de la Internet. Para comenzar, su tecnología permite comunicarse mucho más velozmente que nunca. También torna muy complejo confiar en la identidad de alguien en línea (o incluso confiar en que es una persona).
Estos son los tipos de problemas acotados en que tendría sentido una normativa específica para la Internet, si las autoridades estuvieran seguras de que aplicar esas medidas no afectaría negativamente a la Internet misma.
La Internet es un ecosistema que debemos proteger. Al considerar posibles regulaciones, la mejor manera de avanzar es llevar a cabo una evaluación de impacto de Internet, de manera muy parecida a como hacemos evaluaciones ambientales o de tráfico antes de decidir si construir una infraestructura nueva.
La evaluación puede determinar si una acción en particular beneficiará o perjudicará el buen funcionamiento subyacente a la Internet.
Por sobre todo, tenemos que asegurarnos de que la Internet no se convierta en un chivo expiatorio por los problemas causados por los sistemas legales, económicos y políticos que se usen. La Internet debe seguir siendo una herramienta para todos, y eso significa protegerla como cualquier otro recurso precioso.
Andrew Sullivan es presidente y director ejecutivo de la Internet Society, organización global sin fines de lucro centrada en la política, tecnología y desarrollo de la Internet.
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Vivimos en una edad milagrosa en que la mitad del mundo tiene acceso a una tecnología —la Internet— que apoya la salud y la educación de las personas, aunque también presenta desafíos. (Shutterstock)