
La escalera de casa era la tribuna; las bicicletas, los carros de la “manifestación”, y el candidato presidencial, mi primo Rodrigo Alfonso. El inicio de la campaña electoral era motivo de juegos en casa. A nosotros, los González Ulloa y los González Campos, primos y vecinos de tapia de por medio, cerquita de la casa de Pollo Macho, en Alajuela, los juegos nos los marcaba el calendario mediático.
Si en la tele salía el famoso desfile de Pasadena, pues corríamos a hacer el Desfile de las Rosas llenando de veraneras y chinas las bicicletas y velocípedos, la tarde del 1.° de enero.
Si en la tele pasaban Miss Universo, pues en el patio hacíamos el concurso, hasta con jurado y todo: la prima María, que ya estudiaba en la universidad, y por lo tanto, podía dar un juicio imparcial, según nosotros. Dios bendice la inocencia. Éramos güilas de escuela y el patio de la casa era un parque de diversiones.
La campaña electoral no era la excepción en nuestros juegos. A finales de los años 70 y principios de los 80, las elecciones se definían mediáticamente como una “fiesta electoral”. Había tensiones y riñas, denuncias y pulsos, ataques personales y manipulación de emociones, pero en mis recuerdos de infancia, el énfasis estaba en “la fiesta” y en el orgullo de tener elecciones libres, cuando en otros países se desangraban por lo que aquí se había logrado con tanto costo.
No era difícil meterse en el ambiente: había banderas de distintos colores en los techos de las casas, y por las calles desfilaban carros pitando por el candidato de su preferencia. Ni se diga las plazas públicas: con tarimas, conciertos, discursos y mucha euforia. Nosotros hacíamos lo mismo, pero en el patio de la casa. Por eso, cuando llegaba un candidato al barrio, aquello era todo un acontecimiento.
Yo recuerdo cuando a la casa del vecino llegó Rodrigo Carazo, en 1978. Nosotros teníamos camisetas, platones, gorras y banderas. Gritábamos consignas a favor de él hasta que finalmente nos dejaron entrar a la sala de la casa del vecino, don Juan Elías Lara, a darle la mano al entonces afamado personaje. Recuerdo ese instante, que duró unos segundos y que solo fue superado, en mi infancia, por otra mano que pude estrechar: la de Alejandro González, el portero de la Liga, que viéndome en unas gradas del Marista, sin atreverme yo a acercarme, sacó la mano por la ventana del carro y me saludó, con una gran sonrisa.
Después de eso, yo no me quería lavar la mano. Literalmente, había saludado a un personaje famoso, logro muy difícil para un niño de aquel entonces, sin Internet ni posibilidad de ser influencer.
La torta fue que, meses después, mi tata se enojó mucho con el gobierno de don Rodrigo (ah, caray, lo que se hereda no se hurta) y desde entonces dejó de tomar partido abiertamente por algún candidato, en las siguientes campañas. ¡Mucho menos poner banderas en la casa! Yo me iba entonces a conseguirlas a los clubes, como un souvenir. Me entraba susto, como si hiciera algo prohibido, como si fuera un agente secreto clandestino, que debía jurar fidelidad a una causa para poder pedir sus signos externos. Pero yo solo quería recolectar un recuerdo, ojalá de todas las tendencias.
Eso sí. Me costaba pedir las banderas de los partidos de izquierda, porque en mi casa me iban a ver muy feo. Yo había crecido en una familia que no partía peras con los comunistas, a pesar de que les comprábamos pan todos los días a la hora del desayuno y les llevábamos los zapatos a arreglar, en una Costa Rica donde la persona estaba por encima de sus ideas políticas, al menos en la vida cotidiana de Alajuela, a principios de los ochenta.
De la campaña de Rodrigo Carazo, recuerdo un detalle particular. Mi papá lo apoyaba con alma, vida y corazón y el contrincante principal, por Liberación Nacional, era don Luis Alberto Monge. Pues don Luis pasó un día en un camión en frente de casa. De seguro iba para plaza pública. Lo recuerdo con una guayabera blanca y gesticulando mucho con las manos, en medio de la algarabía de carros que pitaban, al tiempo que sacaban banderas verde y blanco por las ventanas.
Yo me puse a imitar los movimientos de Monge y en eso sentí que se acercó mi tata y me llamó la atención: ¡Rodolfo! ¡Deje de hacer eso! ¡Respete a don Luis Alberto!
La frase se me grabó. Yo solo estaba ensayando movimientos para la plaza pública del patio, pero nunca olvidé la lección de mi tata: el contrincante merece respeto. A final de cuentas, todo aquello era una “fiesta electoral”, motivo de orgullo en una América Latina con constantes denuncias de fraude.
Cuarenta y siete años después, pienso en esa fiesta inolvidable, en la frase de mi tata y en ese niño que corría buscando banderas de todos los partidos. Me encantaría mirar a los ojos a ese niño y decirle: seguí corriendo, que hoy en la tarde hay plaza pública en el patio. Jugá tranquilo, que yo me encargaré de que los niños como vos, en el futuro, sigan teniendo banderas de muchos colores para recolectar, y nunca una sola consigna que les quite color y alegría, porque en algo que es tan tico y tan nuestro no queremos aguafiestas.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.
