En los días más inciertos de las repúblicas, no es raro que los pueblos, fatigados por el peso de sus frustraciones, depositen su fe en quienes prometen rutas simples hacia destinos complejos. Aparece entonces una figura conocida: el timonel que nunca ha trazado una carta náutica, pero que con voz firme asegura conocer las estrellas.
Este personaje, vestido de salvador, no navega con brújula sino con espejos. Refleja hacia los otros –los navegantes del pasado, los vigías del presente, incluso los propios pasajeros– la culpa de los vendavales que él mismo provoca. A cada tormenta, responde no con rumbo, sino con relatos: cuentos de enemigos invisibles, de sabotajes sin autor, de obstáculos sembrados por manos oscuras que siempre son ajenas, nunca propias.
Mientras la nave toma agua y el mar se torna rojo, se insiste en que navegamos en calma. La violencia, que es ya un huésped cotidiano, es trivializada con cifras vacías y comparaciones infantiles. Se predica seguridad mientras se multiplican los naufragios. Se celebra la unidad mientras se dinamitan los puentes entre compatriotas. El verbo no es instrumento de claridad, sino de confusión. El lenguaje deja de ser puente y se convierte en trinchera.
Pero quizás lo más grave no es el error en el timón, sino la mitomanía del piloto: la obstinada construcción de un universo paralelo donde todo fracaso es mérito y toda crítica, traición. Esa patología del poder –el autoengaño institucionalizado– requiere de dos ingredientes letales: la ignorancia colectiva como combustible, y el resentimiento como brújula moral.
Y es que no hay gobierno más peligroso que aquel que convierte la frustración legítima en rencor colectivo. Que en vez de convocar a los mejores para resolver los desafíos, prefiere excitar a las masas contra los sabios. Que llama “élite corrupta” a cualquier voz experta, que tilda de “enemigo del pueblo” a quien osa decir la verdad incómoda.
Los pueblos no se extravían cuando se equivocan, sino cuando insisten en no rectificar. No hay timonel infalible, pero sí los hay que, frente a la tormenta, echan anclas de responsabilidad y elevan velas de verdad. El peligro mayor es cuando quien dirige se embriaga de sí mismo y transforma cada espejo roto en una excusa para no mirar.
Quizás ha llegado el momento de que la tripulación despierte. De que quienes aún creen en la razón reclamen el mapa. Porque esta nave, que una vez fue ejemplo de paz, está siendo guiada por relatos, no por realidades. Y la historia es implacable con quienes confunden aplausos con aciertos.
Costa Rica no necesita otro encantador de serpientes. Necesita un cartógrafo de la verdad.
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Christian Rivera es cirujano plástico y fundador de Costa Rica Azul.
