Como respuesta al discurso del presidente Teodoro Roosevelt ante los gobernadores, donde este comentó que “la conservación de nuestros recursos naturales solo es preliminar a la cuestión más amplia de la eficiencia nacional” es que Frederick Taylor publica en 1911 un pequeño libro llamado Principios de administración científica, cuya puesta en práctica en la gestión industrial no solo influyó enormemente en la reducción de residuos, sino también en la eficiencia de las operaciones industriales.
En su libro, Taylor ilustró, gracias a una serie de simples ejemplos, como todo Estados Unidos sufría por la ineficiencia en casi todos los actos cotidianos de los ciudadanos y como el remedio era una gestión sistemática a través de la ciencia apoyada en una base legal claramente definida en reglas y principios, en lugar de simplemente buscar personas extraordinarias.
En ese documento, preparado originalmente para la Sociedad Americana de Ingenieros Mecánicos, demostró que sus principios podían aplicarse en toda empresa social como hogares, granjas, iglesias, universidades e incluso el gobierno.
Más de cien años después de la publicación de Taylor es casi de conocimiento universal (con la evidente excepción de algunas instituciones del Estado costarricense) que para garantizar la mejora continua y la calidad en todo proceso es necesario aplicar las cuatro etapas del ciclo del Dr. Edwards Deming: planear, ejecutar, verificar y actuar o corregir según resultados. Deming introdujo métodos de control estadístico de la calidad en Japón después de la Segunda Guerra Mundial con evidentes resultados.
Base científica. Dicho lo anterior (y con los peligros de sobresimplificar más de 100 años de historia de la administración científica), los procesos de mejora desarrollados sobre una base científica deberían ser inherentes a la gestión de toda empresa social, particularmente en aquellas que consumen grandes cantidades de recursos financieros, humanos y naturales, como el Estado.
En tres ocasiones, y por este medio, he comentado cómo muchos funcionarios no rinden cuentas y los procesos de planificación se evidencian más como fines que como medios, pues ni se rinden cuentas ni se mide o ajusta el desempeño bajo principios de administración científica.
Ciertamente, el problema se puede abordar desde muchos niveles y perspectivas, sobre todo si se hace con la responsabilidad social que debemos a las nuevas y futuras generaciones del país, pero un punto clave para ello son aquellos órganos colegiados (juntas directivas de instituciones públicas, la Corte Suprema de Justicia y el Parlamento mismo) cuyos principios de gobernabilidad ya dejan mucho que desear. Aquí, quiero insistir en el hecho inaceptable de que nuestro Primer Poder no posee un sistema de gestión de la integridad ética de sus partes interesadas. Como resultado obvio, muchas instituciones pierden legitimidad y parece ser que a nadie le importa.
Los principios de buen gobierno corporativo, más allá de “simplemente” crear valor medido en términos económicos para la sociedad, son una herramienta necesaria para implementar de forma práctica y no teórica el concepto de desarrollo sostenible.
De hecho, una de las tres agendas globales asociadas al desarrollo sostenible se concentra específicamente en la eficiencia en el uso de los recursos asociados a la asistencia al desarrollo. ¿Cuándo será que nuestros gobernantes llevarán el país al siglo XXI?
El autor es especialista en desarrollo.