Ya sé. Tal vez no se diga así. Lo sé. ¿Pero cómo definir un estado de la materia y de la vida en el que todos tus pecados quedan redimidos?
Ya pasaron las noches de desvelo por el llanto de tu propio bebé.
Los días hostiles de pies planos, frenillos, audiometrías, muelas encapsuladas, notas de la maestra con: “Sería bueno consultar un psicopedagogo” (algo así como ‘su hija no es de este mundo’ “nanú”, “nanú”) y el tremendo e irrenunciable peso de sacar a un ser humano adelante.
Ya quedaron en el cuaderno de borrador de la memoria las anécdotas –primero, dolorosas y luego, divertidas– de dejar a tu niña en una escuela desierta el primer día de clases después de vacaciones de julio y que la persiga un doberman de vuelta hasta tu carro, mientras que con sus ojos atónitos y un grito de espanto, te dice: “¡Mami, entramos hasta la otra semana!”.
Y, por supuesto, se conjugan en pretérito los apuros de estar en la oficina pensando en ser buena mamá y las inevitables angustias de ser mamá pensando el trabajo.
Los trillones de horas en clases de… materias especiales, clubes, recuperación...
Los carrerones del cartel –no el de “los sapos”–, el de las 11 de la noche sobre coleópteros, eras de la Tierra o fotosíntesis.
Ya no más ser expertos en fiestas de cumpleaños, niños dioses y disfraces.
Ya no más ser como Googles tercermundistas resolviendo cuestionarios, fórmulas olvidadas y problemas matemáticos, además de los reales de carne y hueso.
Pero nos alcanza un día en que eso y más tiene una gratificación que llega entre aleteos de cigüeña y pañales pesados y sonrisas desdentadas y videollamadas que comienzan con un “Titou” o un “Añña” a las que somos adictos sin ninguna posibilidad de abstinencia o desintoxicación.
Necesitamos ese saludo, esos cabellos revueltos, esa pantalla vacía cuando sale una despavorida a traernos su juguete nuevo lleno de babas y la otra “pelotica” de ocho meses, nos suelta un gesto que recuerda a nuestros ancestros.
Llega un punto en el vértice del tiempo y la luz en el que somos absueltos de toda culpa y nos sentimos livianos y contentos y en paz.
Cada moneda se guarda celosamente para poder viajar a verlas.
Repasamos en el libro mental de Lo que se canta en Costa Rica, las melodías de antaño para que tus nietas tico-gringas, a gritos y a coro, entonen Un pequeño caracol, Caminito de la escuela y muchas más.
El futuro se dibuja bueno y próspero. Los buenos deseos hacen fila para que estén bien. Y nos convertimos en detectores de inteligencias y talentos que heredamos: “Salió a mí”.
Todo nos parece extraordinario en nuestra vida ordinaria.
Echamos mano de nuestra prehistórica y prehistérica experiencia para recomendar cómo aliviar encías, cólicos y berrinches, ante la ceja levantada de nuestros hijos millenials –durísimos jueces– y nos sentimos actualizados y, sobre todo, útiles.
¡Bendita y dulce “abuelez” que nos libera de cualquier error cometido! ¡Bendita sea!
Parafraseando a Maná, ¡bendita la luz de sus miradas!
Bendito este dulce tiempo de canas y ganas, implorando a la vida un ratico más para verlas crecer y coleccionar instantes más allá del celular.
Sí, ya sé que tal vez no se diga así, pero se siente así.
Un premio al camino recorrido. Una palmadita en la espalda y un “tal vez no lo hicimos tan mal”.
Un sueño del que no queremos despertar a menos que sea con el clarín de su llanto o de su risa.
Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
