
Envejecer no es únicamente cumplir años; es aprender a convivir con cambios físicos, emocionales y sociales que ponen a prueba la fortaleza de cada persona. Sin embargo, lo que más duele en la vejez no es la pérdida de fuerza, la vista cansada o la memoria frágil. Lo que más duele es el silencio, ese que llega cuando la sociedad deja de escuchar, cuando la familia se apresura y cuando los amigos van quedando en el recuerdo.
Fechas como el pasado 1.° de octubre, Día Internacional de la Persona Adulta Mayor, buscan reconocer el aporte invaluable de quienes han dedicado su vida a la familia y a la sociedad, al mismo tiempo que nos invitan a reflexionar sobre las dificultades que afrontan las personas en la vejez, como el abandono, la discriminación y el maltrato. Y esta conmemoración pretende sensibilizar a la población sobre la importancia de garantizar sus derechos, fomentar su integración social y promover una cultura de respeto y cuidado intergeneracional, recordando que la dignidad y el derecho a una vida plena no caducan con la edad.
Como profesional en Psicología, he escuchado la confesión de muchos adultos mayores que se lamentan no por el dolor de sus rodillas, sino por el dolor de sentirse invisibles ante su familia y ante la sociedad. La soledad en la vejez es un fenómeno tan real como silencioso y sus consecuencias son demoledoras: depresión, ansiedad, deterioro cognitivo e incluso mayor riesgo de enfermedades físicas.
A veces creemos que con asegurarles una pensión, darles una mensualidad, pagar sus recibos o llevarles un medicamento, estamos cuidando a nuestras personas adultas mayores. Y claro, esas cosas son vitales. Pero el cuidado va más allá.
Cuidar también significa sentarse junto a ellos, mirarlos a los ojos, escucharles esa misma historia contada por quinta vez y hacerlo con la paciencia y el asombro de la primera, dejar que su voz tiemble y se pause sin interrumpirlos, apreciar la lentitud de movimientos en quienes tuvieron alguna vez la energía para cuidarnos y protegernos.
Vivimos en una sociedad moderna que exalta la rapidez, la eficiencia y la novedad, pero el adulto mayor tiene otro ritmo. Y no por llevar un ritmo diferente, vale menos. Al contrario: cada arruga registra la memoria de lo vivido, cada silencio esconde sabiduría y cada mano temblorosa tiene mucho que enseñar, si alguien está dispuesto a sostenerla.
Necesitamos, como familias y como país, cambiar nuestra visión sobre el envejecimiento. No se trata solo de crear políticas públicas, sino de rescatar la humanidad que nos une. Una llamada telefónica, una visita inesperada, un paseo corto o una simple sonrisa pueden resultar un alivio inmenso para alguien que se siente olvidado.
En un mundo que nos empuja a producir y correr, recordemos esto: la dignidad no se jubila, el amor no caduca y la necesidad de ser vistos y escuchados nunca desaparece. Somos seres eminentemente sociales.
Si logramos mirar a nuestros adultos mayores no como una carga, sino como esas personas valiosas que siguen siendo sin importar su edad ni sus limitaciones, entonces habremos dado un paso enorme hacia una sociedad más justa, más tierna y más humana.
Álvaro Solano es el director de la Escuela de Psicología de la Universidad Fidélitas.