
En semanas pasadas, circuló en redes un video en el que el señor Román Jacobo, vocero del TSE, expone sus ideas en torno a lo que juzga “verdadera” democracia. Aventúrase también a hacer de perito en materia de madurez ciudadana, cuando describe a quienes, en su criterio, son “aptos” para ejercer de manera digna el derecho al sufragio.
Antes que nada, las ideas de Román no distan mucho de lo que fue el “voto censitario”, cuando únicamente las personas con cierto nivel educativo o de renta gozaban del derecho a votar (en Costa Rica existió hasta 1913). Se trata, además, de una versión aséptica, ante todo oporofóbica –“fobia a los pobres”, según Adela Cortina– que da cuenta del imaginario restringido de Román en torno al proceso democrático, que para él tendría como prerrequisito estar “bien informado”, mejor aún, ser alguien “leído”.
Alguien que trabaja de ocho o diez horas al día –esto es, la mayor parte de los mortales– se le antoja no a la altura de ejercer el “privilegio” de votar, una suerte de concesión simpática de élites ilustradas –que sí gozan de suficiente ocio– a los esclavos de la sociedad moderna.
La versión de “populismo” sobre la que construye su argumento es, por otra parte, completamente restrictiva, y no va mucho más allá de lo que se repite desde la vulgata periodística. Su versión, en extremo simplista, ignora la teorización boyante detrás del fenómeno populista.
A guisa de ilustración, mencionemos de pasada a Margaret Canovan, quien insiste en el hecho de que la democracia tiene dos rostros inescindibles, el pragmático y el redentor; este último vendría a ser para el funcionario electoral expresión irracional de individuos embrutecidos por las faenas cotidianas.
Con sus declaraciones, Román no solo exhibe un profundo elitismo, sino también una pasmosa incomprensión en torno a las diversas dimensiones, a menudo contradictorias, que convergen en la construcción de los sujetos políticos, como si el voto fuese un asunto de seso, y no de pasiones, antipatías y, ante todo, deseos de transformación. Los que así razonan son incapaces de entender la política como movimiento y proceso cambiante, como manifestación poliédrica de la conflictiva condición social humana.
Román se hace eco de una vetusta preocupación, la que hace al llamado problema de las “virtudes cívicas”, de las que la polis moderna que gira en torno a valores liberal-políticos, parece anémica.
Uno de los primeros en llamar la atención sobre este déficit de colágeno socio-normativo fue Benjamin Constant en el siglo XIX. En lo que hace al siglo XX, encontramos al jurista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, quien sintetiza la problemática en su conocido teorema, al que por su parte Jürgen Habermas intenta dar salida. La misma inquietud subtiende los planteos de los teóricos del comunitarismo, desde Sandel hasta MacIntyre. En resumidas cuentas, lo que parece preocupar a Román es legítimo, pero su diagnóstico es errado.
Esta reflexión no representa una defensa del presidente Chaves frente a las rispideces recientemente levantadas. Por el contrario, es más bien un llamado para que Román se escuche cuando opina y para que los magistrados tomen nota de estas aparentes extralimitaciones.
El TSE no está allí para bajar línea ideológica, sino para velar por la pureza del sufragio. Referirse en calidad de funcionario, un día sí y el otro también, a Trump, Bukele y todos los que él considera “enemigos de la democracia” como seres descerebrados, no es definitivamente de recibo. Expone al Tribunal y rebaja la legitimidad institucional por la que dice estar preocupado.
Sería muy conveniente que, tanto él como otros foristas de redes sociales, salgan de la cámara de ecos en la que solo los aplausos lisonjeros de los bienpensantes compañeros de sesgo suelen escuchar. Tampoco le haría mal abrir de vez en cuando la ventana del último piso del TSE y animarse a mirar desprejuiciadamente hacia abajo.
IVAN.VILLALOBOSALPIZAR@ucr.ac.cr
Iván Villalobos Alpízar es catédrático de la Universidad de Costa Rica (UCR).