
En 1945, con el horror de la Segunda Guerra Mundial aún latente, el mundo político creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) bajo un compromiso solemne y colectivo: proteger a las futuras generaciones de la barbarie, establecer la dignidad humana como piedra angular del orden internacional y fomentar la paz mediante mecanismos justos y legales. Así lo proclama su propio preámbulo:
“We, the people of the United Nations, determined to save succeeding generations from the scourge of war… to reaffirm faith in fundamental human rights, in the dignity and worth of the human person…” (“Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra… a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del ser humano, en la dignidad y el valor de la persona humana…”).
El artículo 1 de la Carta de la ONU convierte esa aspiración en un deber: mantener la paz y la seguridad internacionales, tomar medidas eficaces contra la agresión, y promover el respeto irrestricto a los derechos humanos y a la cooperación humanitaria. A esto se suma la Resolución 1674, del año 2006, del Consejo de Seguridad, que reafirma la obligación de proteger a la población civil en los conflictos armados y considera crimen grave cualquier ataque deliberado contra civiles, así como la obstrucción de ayuda humanitaria.
Hoy, sin embargo, en la Franja de Gaza, la ONU viola y ve violar de manera flagrante sus propios compromisos fundacionales. Mientras el gobierno israelí, bajo la inhumana tozudez de Benjamin Netanyahu, despliega una ofensiva devastadora contra una población cercada e indefensa, y mientras Estados Unidos bloquea cualquier resolución significativa mediante el veto y el apoyo prácticamente irrestricto, la ONU se limita a condenas simbólicas y llamados impotentes. Esta inacción –que en la práctica se traduce en complicidad– niega el núcleo de su mandato.
El propio secretario general, António Guterres, lo advirtió recientemente con crudeza: “la Carta de las Naciones Unidas no es opcional. No es un menú a la carta”. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que la comunidad internacional observa con dolor en el genocidio de Gaza: una carta que se aplica selectivamente, dependiendo de quién sea el agresor y de qué potencia lo respalde. El derecho a la vida y la dignidad, los principios de proporcionalidad y protección de civiles del derecho internacional humanitario, se desmoronan cada día que pasa sin acción efectiva.
La historia ofrece una advertencia precisa. La Sociedad de Naciones fracasó no por falta de ideales, sino por su incapacidad de traducirlos en acción frente a agresiones concretas: la invasión de Etiopía por Mussolini, el expansionismo nazi, la ocupación japonesa en Asia. Charles Te Water, delegado de Sudáfrica, lo resumió con amarga claridad: “la autoridad de la Sociedad de Naciones está a punto de no valer nada”. Esa misma sensación se proyecta hoy sobre la ONU.
El paralelismo es inquietante: ayer, Etiopía; hoy Gaza. Ayer, la inoperancia de la Liga; hoy, el veto paralizante en el Consejo de Seguridad. Ayer, la renuncia a proteger a los débiles; hoy, la negativa a detener un genocidio transmitido en tiempo real.
La credibilidad de la ONU se juega en Gaza. Cada niño que muere de hambre bajo el asedio, cada hospital reducido a escombros, cada convoy humanitario bloqueado, es también una herida abierta en la legitimidad de la organización. Si el multilateralismo no puede proteger lo más básico –la vida de civiles inocentes–, ¿para qué sirve?
El riesgo no es abstracto: lo que está en juego no es solo la suerte de Gaza, sino la supervivencia moral y política de la ONU. Si falla aquí, fallará en todo. Y entonces, como ocurrió con la Sociedad de Naciones, no será la guerra la que destruya a la organización: será su propia inoperancia.
JOSEDANIEL.RODRIGUEZ@ucr.ac.cr
José Daniel Rodríguez Arrieta es politólogo, M.Sc. en Estudios Avanzados en Derechos Humanos y profesor de la Universidad de Costa Rica (UCR).
