Las paredes de nuestra casona estaban construidas en adobes y bahareque. Para preparar el adobe, se extraía de la misma tierra un material llamado “arcilla”; esta se mezclaba con césped picado o bagazo de caña de azúcar; se machacaban con los pies hasta obtener un producto de calidad para así garantizarles una vida extensa a las “viviendas de barro”.
Con la masa arcillosa, nuestros antepasados dieron forma a ladrillos de dos pies de largo por doce pulgadas de ancho y cuatro de grueso, expuestos al sol y al aire para darles el secamiento ideal y lograr el manejo de estos “terrones” que se iban a ir colocando en hileras, similar a como se hace hoy con la instalación de los blocks de cemento.
Las fuertes paredes eran protegidas con un revestimiento o sustancia blanca (cal), que, al contacto con el agua, formaba una pintura clara, especial para embellecer edificaciones construidas en barro y bahareque.
Utilizaron el “hisopo” o escobilla –implemento elaborado con hilos de cabuya atadas fuertemente al extremo de un mango– que, una vez inutilizado, se dejaba en agua hasta el día siguiente para su conservación. Esto, para evitar el endurecimiento de los hilos.
Con el pasar del tiempo, algunos sectores de la fachada y del interior de la casona dejaron ver heridas en su piel lechosa: quedaron al descubierto trocitos de tejas incrustadas en bloques de barro y largas cañas secas (bahareque), elementos de construcción que dieron solidez, resistencia y belleza a paredes y muros, invencibles durante muchas décadas.
El techo y el piso
De esa casona, recuerdo su techo cubierto con tejas de barro cocido, negruzcas, colocadas en filas perfectas, resistentes al fuerte sol alajuelense y a los grandes aguaceros. También la puerta, alta y ancha, de una sola hoja, construida en madera, e igual una ventana, ambas resistentes a cualquier prueba.
Y sus dos tipos de piso: la sala, cubierta con enormes tablones gruesos, siempre brillantes, largos, pegados con clavos, sobre fuertes alfajillas, dejando visibles rendijas entre un tablón y otro; y el resto, un extenso piso de pura tierra y, sobre este, el horno de barro, el fogón, la cocina negra de hierro y un espacio para estibar leña. Imagino a nuestro abuelo Paulino Soto con el hacha rajando los gruesos troncos, convertidos en trozos pequeños, especiales para introducirlos en la boca ardiente de la cocina de leña.
Mención aparte merece el “molendero”, extensa base de madera, de dos pulgadas de grueso por catorce pulgadas de ancho y dos metros de largo. Esta base se utilizaba para ubicar los trastos de la cocina y fijar la máquina de moler maíz; además, era apto para “palmear” tortillas, “cortar” (o dar el punto semiduro) a deliciosas cajetas de maní, leche y coco, siempre adornadas con hojas de naranjo agrio.
Un patio de ensueño
Cómo no hablar del hermoso patio, ocupado por muchos árboles frutales: jocotes, naranjas malagueñas, mangos y manzanas de agua; una huerta llena de rábanos, culantro y lechugas; la milpa (maíz) para el consumo interno, porque de su alimenticio grano se elaboraban chorreadas, tamales y tortillas; enredaderas con estopas (paste) que, en estado seco, eran útiles para el aseo personal y limpieza de utensilios de cocina; plantas de tacacos que subían por los árboles hasta cubrir sus copas; filas de piñuelas amarradas por tres hilos de alambre de púas, utilizadas como límites entre propiedades; una acequia con olominas y peces, donde construimos barcos con papel de nuestros cuadernos o periódicos, tirados “a la mar”, y seguíamos con emoción su trayectoria por las propiedades vecinas hasta perderlos de vista; cohombros colgando en tapias, que lanzaban por todos lados un aroma especial, tanto así que se emplearon para adornar y esparcir esa fragancia a portales navideños, salas y amplios corredores, y muchas de esas bellísimas guarias.
Tan grande era aquel patio, que había lugar para tender ropa en cuerdas extendidas de lado a lado, sostenidas con cañas de bambú. Aquí, el sol penetraba cuando el verano era tal y el invierno llegaba cuando tenía que llegar.
En su interior, catres y camas cubiertas con colchones de paja. Los niños ayudamos a don Rafael Soto, el colchonero de la vecindad, a recoger el zacate seco (la paja) de la plazoleta de la iglesia la Agonía, para confeccionar los colchones y cojines. Utilizaba tela a rayas en vistosos colores que nunca desteñían.
A un lado de las camas y catres, no faltaban las candelas y las cajitas con fósforos en preparación a la llegada de los temblores, que muchas veces, en marzo o abril, dejaban casi a oscuras aquella fortaleza centenaria, iluminada solo por el fuego del horno, la cocina o el fogón.
José Manuel Morera Cabezas es funcionario público jubilado.
