Mi hermano Alejandro y yo aparecíamos en el Mercado Borbón, modesta réplica del paraíso perdido, no por obra de un creador que nos modelara con barro o nos extrajera de alguna costilla, sino por una razón tan cotidiana y humana como hacer las compras de verduras y hortalizas para una familia de seis miembros.
El viaje hacia aquel edén ubicado en calle 8 y avenida 3 de San José tenía siempre la misma génesis: dos bolsas de mecate que mamá colocaba sobre la mesa del comedor junto con una lista de productos de la tierra escrita a mano y unos cuantos billetes y monedas para pagar las mercancías y los pasajes de bus de ida vuelta entre San Pedro de Montes de Oca y la ciudad capital.
Ambos nos bajábamos en la última parada josefina: la Botica San José y desde allí caminábamos unos 200 metros hasta el Borbón, el cual fue fundado en 1950 por la familia Tinoco Guirola y en sus inicios fue conocido como “la plaza de las carretas”.
Se trata de un mercado de dos plantas, cuyo piso inferior por lo general se recorre en sentido este-oeste; primero, se baja por una pendiente de cemento con tramos de tomates, rábanos, papas y otros productos ubicados a ambos lados, y al llegar abajo se sube una cuesta sumida también entre puestos cargados de repollos, pepinos, rollos de culantro, chayotes, elotes y mucho más.
En la planta superior hay diversos negocios; entre ellos, carnicerías, pescaderías, tramos de granos y abarrotes, y sodas.
Los objetivos de la visita de los hermanos Guevara Muñoz estaban claros: comprar todos los productos de la lista redactada por mamá, velando en cada transacción por el sano equilibrio entre precio y calidad.
Si había algo en lo que eran sumamente celosos aquellos dos compradores adolescentes de finales de la década de los años 1970 era en obtener buenos precios; no les daba vergüenza pedir descuentos, lo hacían con la mayor naturalidad del mundo.
Es que de las rebajas dependía hacer realidad lo que la mamá les recordaba siempre: “Si les sobra plata, pueden comprarse un refresco y un tostel en alguna soda”. ¡Defendíamos con uñas y dientes cada céntimo!
Por esa razón, éramos fieles compradores en los puestos de legumbres donde pedir un mejor precio no era un fruto prohibido.

Aliados del tostel
Recuerdo, con nostalgia, a las vendedoras de plátanos maduros situadas a media cuesta y a un comerciante de yuca, a quien llamábamos Quincho, ubicado cerca del costado oeste. Eran mercaderes que siempre, sin excepción, nos hacían una rebaja en el precio cuando les contábamos que peligraban los refrescos y los tosteles.
Gracias a la generosidad y solidaridad de esos comerciantes, a Alejandro y a mí la plata nos alcanzó siempre para cerrar con broche de oro la visita a aquel edén del que salíamos con las bolsas de mecate cargadas de verduras y hortalizas que mamá se ingeniaba luego para multiplicar como panes y peces, y con las narices atiborradas de olores y los ojos inundados de colores.
Nuestras fosas nasales eran alforjas repletas del aroma de piñas, naranjas, mangas maduras, especias en polvo, rollos de culantro coyote, chiles dulces, cebollas, apios, melones, sandías, orégano, papayas, bananos y otros productos que habrían hecho las delicias de Adán y Eva.
Al mismo tiempo, pupilas, retinas y córneas reflejaban arcoíris formados por las intensas y variadas coloraciones de berenjenas, ayotes, moras, aguacates, zanahorias, chiles picantes, camotes y repollos y cebollas moradas.
“Somos lo que leemos, siempre lo he dicho, pero también lo que comemos, lo que cocinamos, lo que oímos y hablamos y cantamos y lo que nos deleita en la mesa, y siempre acaba siendo una fiesta”, dice el escritor mexicano Benito Taibo en su libro Cuchara y memoria. Me permito agregar, por experiencia propia, que también nos identifica lo que compramos en los puestos de verduras y hortalizas, modestas réplicas del paraíso perdido.
Visitar el Borbón era, para Alejandro y yo, retornar al paraíso perdido, un edén josefino que afortunadamente aún se puede frecuentar sin necesidad de mendigar una visa.
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