
¿De qué servía ser el mejor artesano si la máquina lo hacía mejor y más rápido? ¿Para qué empeñarse en escribir a mano si pasamos de eso a teclear y, luego, a dictar por voz? La preocupación por quedar sin trabajo a causa de las máquinas no es nueva. Ha persistido y evolucionado por siglos, obligándonos a abandonar espacios y, a la vez, a buscarnos otros.
No se trata de minimizar el costo en humanidad que esto nos trae, sino de reconocer que empeñarnos en detener lo inevitable solo acarrea desgaste. Más bien, deberíamos enfocarnos en orientar el cambio de la mejor forma posible.
La evolución tan veloz de la inteligencia artificial nos obliga a reconocer que habrá algunas renuncias inevitables, quizá no para todos, pero sí para una buena parte de la población.
Renunciar a que muchas personas aprendan no solo a redactar, sino a ordenar su propio pensamiento a través de la escritura. A que desarrollen su creatividad y motricidad a través del dibujo. Incluso, a que mejoren su capacidad cognitiva y de identificación con el otro, por medio del aprendizaje de diversas lenguas. Porque estas y muchas cosas más las hace -o las hará- la inteligencia artificial (IA) y vemos que una gran parte de la población ya cree innecesario hacerlas por su cuenta. Es como decir: ¿Para qué aprender a cantar si existe el autotune?
El problema de fondo no es que sea la máquina la que escriba, la que traduzca, la que dibuje, la que afine, la que cree de cualquier forma. El asunto es que esas son herramientas que nos ayudan a ser mejores seres humanos.
A través del arte, por ejemplo, el ser humano desarrolla y perfecciona su percepción del orden, de la proporción, de la armonía, incluso, su capacidad ética. Y, por tanto, las personas que le dedican tiempo suelen ser más ordenadas en su vida, más proporcionadas en sus decisiones y más armoniosas en sus relaciones. De eso es lo que nos estamos privando cuando dejamos la creación en manos del algoritmo.
A través de la escritura, aprendemos a ordenar nuestras propias ideas y a comprender mejor las de las demás personas. Nos permite enriquecer nuestro vocabulario y, con ello, nuestra visión de mundo. Fortalece el pensamiento crítico, la capacidad de análisis. Y todo esto lo necesitamos las personas, no las aplicaciones informáticas.
Hay que elaborar un luto, aceptémoslo. Habrá una producción masiva de imagen, de texto y, en cierta forma, de pensamiento, que será producto de la IA y no de nuestra inteligencia. Pero eso no debe significar que nos condenemos al abismo, más bien nos toca promover otros medios que, en lugar de oponerse al avance tecnológico, lo aprovechen para seguir desarrollando una humanidad crítica y pensante.
Lo primero es no abandonar lo básico. No hay que olvidar cómo caminar, pese a que existan medios de transporte. Aunque parezca evidente, es mejor decirlo: los niños necesitan seguir aprendiendo a escribir a mano; quizá no lleguen a tener la mejor caligrafía, pero al menos sabrán qué hacer con un lápiz, en caso necesario. Así como las bases matemáticas que aún conservamos pese a contar, desde hace muchísimo tiempo, con herramientas que hacen los cálculos por nosotros; porque en la vida diaria, seguimos necesitando sumar y restar.
Si bien habrá softwares que traduzcan de forma simultánea, no podemos dejar de enseñar -al menos- los rudimentos de una segunda lengua; las nuevas generaciones necesitan saber que el idioma también influye en la estructura de pensamiento, en la concepción de mundo, que no se trata de palabras sin contexto.
No podemos descartar que aún habrá personas que se interesen por las matemáticas, por el arte, por la escritura, por los idiomas y un largo etcétera. Es nuestro deber como sociedad permitirles un contacto con todas estas ciencias y artes, en vez de privarlos porque -de por sí- eso ya lo hace la IA.
Ahora bien, para aquellas personas que opten por las facilidades que el avance tecnológico representa, hay que tomar otras medidas. Para empezar, dejar de señalarlas como si fueran inútiles o de “segunda clase”. Son y serán, como nosotros, hijos de su tiempo. Para muestra, mi abuelo se lamentaría mucho de mi falta de habilidad con el machete.
Luego, habrá que enseñarles a usar bien las herramientas informáticas y, más importante aún, a sobrepasarlas. A ser críticos de todos los instrumentos que tendrán a su alcance, pues los habrá buenos… y no tan buenos. No pueden confiar en ellas a la primera y nunca deben creerles ciegamente. Tendrán que aprender a comparar, a revisar y confrontar.
Los docentes debemos ser partícipes en ese proceso. Ya no se trata de pedirles un ensayo de diez páginas (jamás lo harán por cuenta propia), sino de revisar, comparar, cuestionar y comprender el texto. Quizá no sabrán redactar tan bien como generaciones anteriores, pero conservarán la capacidad crítica y de discernimiento.
“Ya sé que no lo escribiste vos, pero explicame qué significa; decime qué es cierto y qué es mentira”. “No me podés decir cuál es la intencionalidad del artista, pero ¿cómo te hace sentir ese cuadro? ¿Qué significados te sugiere?”.
“Esa es la respuesta jurídica que te arroja, ¿revisaste la norma?, ¿corroboraste la jurisprudencia?”. “Ese es el diseño que te sugiere, bien, pongámoslo a prueba”.
Como haría un modelo de texto, permítanme hacer un resumen: debemos renunciar a la pretensión de evitar el avance tecnológico pues impactará a la sociedad y a nuestras vidas de todas formas. Hay que partir de esto como una realidad para desarrollar acciones en dos sentidos. Por un lado, no abandonar la enseñanza de las bases que permitan descubrir y desarrollar las habilidades a aquellos que tengan el talento y la voluntad para hacerlo y, por el otro, buscar las alternativas que nos permitan seguir desarrollando las habilidades humanas que antes obteníamos por medio de las actividades en las que se está posicionando la IA.
Estas nuevas herramientas no pueden convertirse en un sustituto de nuestro propio pensamiento. Deberán ser, más bien, un estímulo para seguirlo desarrollando a niveles antes inimaginados.
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Rafael León Hernández es psicólogo organizacional.