La semana pasada acudí a un cajero “humano” en el Banco de Costa Rica (pudo ser en cualquier otro banco), donde utilicé la fila especial para viejos, que es una maravilla, y me tocó aprender algo importante.
Un habitante, en la caja de a la par, decía con sorprendente firmeza: “Ya llevo una semana viniendo a completar esta gestión; hoy vengo a quedarme aquí hasta que la resuelvan”. Vi como, en un par de minutos, el trámite comenzó a andar. Triunfó el ciudadano.
Valió la pena lo aprendido. Pronto pude usarlo.
Solicité cita para renovar mi registro de firma digital (un adelanto tecnológico importante). A la hora en punto, me atendieron y dos minutos más tarde estaba despedido.
No renovarían el registro porque no portaba la última cédula expedida por el Registro Civil, sino la anterior, que tiene validez hasta el 2022.
“Vaya y vuelva otro día”, me dijo amablemente el funcionario. No sabía lo que había aprendido tres días antes.
“No señor, aquí me quedo”, le manifesté. “Por favor vea cómo resuelve, pues aquí tengo mi computadora y puedo quedarme trabajando, y si a la hora del cierre no me han atendido, me tendrán que sacar con la Fuerza Pública”. Se les acabó el sentido común.
“Si lo paso con esa cédula, que está vigente pero no es la última emitida, el sistema me lo permite, pero yo estaría saltándome una directriz”, adujo. Nunca pudo mostrar el texto de la tal directriz.
Vi que no se animaría a hacer la validación, y aunque en el Banco me conocen desde hace 45 años como cuentacorrentista, tarjeta-habiente, deudor, inversionista y hasta notario del banco en Ciudad Neily, tiempo atrás, nadie se animaba a hacer caer en razón a quien ya “se había plantado”.
Las dos cédulas eran idénticas (“salvo la foto” dijo el funcionario, que rápidamente observó las señas del paso del tiempo en mi edad durante dos años, y además en una foto estaba con corbata y en otra sin ella).
Era el mismo número, el mismo nombre, la misma fecha de nacimiento, el mismo domicilio y domicilio electoral, y hasta el mismo sexo.
Una hora después, el jefe, con sentido común, algo le dijo y el asunto se resolvió. Con los papeles en la mano, pasé a pagar a la caja ¢6.000 del trámite. De nuevo me pidieron mostrar la cédula a pesar de que sobre el escritorio tenía una copia de ella que había sacado el funcionario “precedente”. Tampoco me dejé. Usaron la copia.
En la Defensoría de los Habitantes, 20 años atrás, insistíamos en la necesidad de que las instituciones presten el servicio que deben brindar en vez de ser cautivos del “sistema”. Es un derecho de la gente.
Continuaré. Pasaré al BCR una factura por una hora de mi tiempo profesional (con la tarifa oficial). Insistiré en cobrar hasta que me paguen, e indicaré desde ya que el importe queda donado al Hogar Sol en Higuito de Desamparados, “por un favor recibido”.
A las dos personas que tenían cita después de la mía, y que también tuvieron que esperar una hora, les insto a que cobren el valor de su tiempo.
Rodrigo Alberto Carazo fue defensor de los Habitantes.