Los ciudadanos recurrentemente se quejan en las cartas a la columna o en las opiniones vox populi de la televisión acerca de que los políticos tienen la manía de decir una cosa y siempre terminan haciendo otra.
Esta cualidad histriónica de poder decir una cosa cuando en verdad se piensa hacer otra, puede tener muchos nombres y calificativos, pero para lo que nos interesa se denomina comúnmente hipocresía: “Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan” (RAE).
Hipocresía organizada. Nils Brunsson, profesor en la Escuela de Economía de Estocolmo, se ha especializado en el estudio de las organizaciones, y su trabajo más influyente, y ciertamente más polémico, se llama Hipocresía organizada .
Brunsson afirma que los actores sociales, tanto individuos como instituciones, tienen la habilidad de actuar hipócritamente, pero no solo eso: sostiene que este tipo de organización hipócrita de las instituciones es uno de los elementos que permite manejar el conflicto y hacer llevadero el gobierno y la acción política.
Es decir que la hipocresía es una solución de muchos de los problemas políticos y que resulta altamente efectiva.
Acción hipócrita. En el ámbito tanto de las organizaciones y la política, como en el sector público y en el privado, el conflicto y las decisiones son parte fundamental de la acción.
Ante el conflicto hay que tomar decisiones, por lo que el individuo o la organización elabora un discurso sobre lo que se va a hacer y luego actúa. ¿Por qué, entonces, se dice una cosa y se hace otra?
Este académico sueco asevera que, ante intereses diversos, tener un discurso en una dirección satisface y compensa temporalmente a la audiencia afectada, en tanto que la acción en dirección opuesta beneficia a otro sector distinto. Es decir, es una forma de mentir para quedar bien con todos.
Y ¿por qué la gente sigue tolerando el juego? Precisamente porque en su repetición, la compensación podrá ser de nuevo la promesa y las palabras.
Si, en vez de ser hipócritas, las organizaciones y los políticos dijeran la verdad sobre lo que piensan hacer, ya en campaña, ya en gobierno, esto generaría un gran nivel de insatisfacción en grupos muy específicos y se fomentaría así la rivalidad y contradicción. Decir la verdad puede salir muy caro en la política.
Irónicamente, la clave para la perpetuación de este juego es, primero, la ambigüedad de las organizaciones y los políticos ya que, como no hay certeza absoluta sobre lo que ocurrirá, existe un mayor margen para la posibilidad (esperanza) que para la desesperanza absoluta.
La segunda clave es que la hipocresía se vale de la confianza de los ciudadanos en el sistema, los cuales, en vez de rebelarse, siguen apoyándolo; es decir, siguen confiando en la democracia.
Esto hace posible que existan países que tengan ‘políticas internacionales ecológicas’, al tiempo que localmente su gobierno atenta abiertamente contra el ambiente. Hace posible que en campaña se pueda prometer mejorar la educación y aumentar su presupuesto y, una vez en el gobierno, se pueda engavetar esa promesa.
Por eso se puede decir que se gobierna por todos y para todos los costarricenses, al tiempo que se escriben ‘notas al presidente’ recomendando el uso del miedo contra costarricenses. Por eso mismo, hoy, quienes en el pasado jugaron este juego, se sienten tranquilos escribiendo de crecimiento y democracia.
Interrogantes abiertas. El trabajo de Brunsson es académicamente estimulante como modelo para describir la realidad, pero en su dimensión ética deja en realidad muchísimas interrogantes abiertas.
La forma de romper el círculo de la hipocresía probablemente sería el castigo a sus practicantes para que el sistema demuestre que no tolera esas prácticas y que más bien incentiva la verdad.
Decir la verdad, lo que se piensa y lo que se quiere hacer, sale caro y gana a veces algunos enemigos (los hipócritas incluidos); pero la verdad es una virtud suprema y es lo mínimo que merecen los ciudadanos, especialmente quienes creen en la democracia y día a día la siguen apoyando.