En la década de 1980, se da el auge de la incorporación de las tecnologías computacionales en los sistemas educativos. Surgen los aportes de Sigmund Papert desde el Instituto Tecnológico de Massachusetts referenciados en el socio-constructivismo piagetiano. Esto viene a marcar el mayor impacto innovador de los procesos educativos. Nuestro país se suma a este proceso innovador. Sin embargo, algo cambió.
Hoy, con profunda preocupación, vemos cómo nuestro país está perdiendo a un grupo de jóvenes. El crimen organizado, el narcotráfico y el sicariato están ganando terreno, y lo más alarmante es que están “reclutando” adolescentes con una rapidez alarmante. No se trata de ficción; son jóvenes vulnerables que se están convirtiendo en instrumentos de una maquinaria de violencia simplemente porque no han tenido otra opción.
El Estado y la sociedad no están entendiendo el problema. Hay quienes siguen creyendo que la solución está en más leyes, más cárceles, más mano dura, pero las rejas no rehabilitan, y mucho menos cuando hay un desconocimiento profundo de quiénes son estos jóvenes, cuáles son sus carencias, y qué tipo de acompañamiento necesitan. Muchos de ellos han sido marcados desde su nacimiento por la violencia y el abandono. Lo que a muchos les urge no es castigo, sino alternativas; necesitan entornos que comprendan sus historias, espacios que los acojan, programas diseñados desde la comprensión, no desde el prejuicio.
El modelo educativo tradicional no responde a quienes han crecido en contextos de trauma. No les hablan en su idioma; no les ofrecen herramientas reales para construir una vida distinta. Por eso, debemos generar y construir otros modelos.
Un referente que considero válido para estudio y adaptación es el de los kibutz israelíes, donde la comunidad se convierte en un espacio de contención, trabajo colectivo y verdadera rehabilitación. En nuestro medio, hay alternativas como La Ciudad de los Niños y la Fundación Ciudadelas de Libertad, modelos que pueden ser la base de una propuesta para la población más vulnerable.
No estamos ante un problema de delincuencia juvenil, sino ante una crisis social de abandono. Si no lo entendemos así, el crimen organizado seguirá ocupando el vacío que han dejado las instituciones. Es un error decir que los están reclutando, ¡no! Se los estamos entregando con las omisiones que se cometen hacia esta población.
Hoy, más que nunca, debemos atrevernos a reinventar el modelo con el que acompañamos a nuestra juventud. Cada adolescente que perdemos a manos del crimen es una oportunidad que la sociedad dejó pasar; es cierto que las propuestas de rehabilitación son de un costo muy alto, pero es más elevada la factura que nos pasan con sus conductas delictivas.
Los millones de dólares y las grandes propiedades incautadas a los narcotraficantes hacen viables los programas que les estamos negando por alegar altos costos.
Hay factores que estamos descuidando, como el tratamiento que los medios de comunicación dan a la violencia. La repetición constante de imágenes crudas en noticieros y redes sociales actúa como un factor precipitante, especialmente entre jóvenes con condiciones psiquiátricas o cognitivas no atendidas.
Diversos estudios en neurociencias, así como en el campo de la psicología social, advierten sobre la susceptibilidad de esos adolescentes al modelado de conductas violentas. George Gerbner demuestra que cuanto más tiempo pasan las personas expuestas a la televisión, más tienden a aceptar la versión de la realidad que esta presenta, especialmente en aspectos como violencia y roles sociales.
El psicólogo Albert Bandura propuso la teoría del Aprendizaje Social, la cual sugiere que la observación, la imitación y el modelaje juegan un papel primordial en dicho proceso, donde, además, si esos modelos les otorgan atención o recompensa social, tienen mayor probabilidad de reproducir tales conductas. El contexto en que crecen estos niños está matizado por el abandono, el rencor acumulado y la sensación de injusticia; esto los lleva a identificarse con figuras delictivas en una búsqueda de reconocimiento y poder.
Nuestra respuesta no puede seguir siendo la indiferencia, ni mucho menos la criminalización sin comprensión. Necesitamos un enfoque restaurativo, preventivo y profundamente humano. Busquemos soluciones antes de que sea muy tarde. Las organizaciones responsables deben aceptar que no se están haciendo las cosas como se debe.
Otto Silezky Agüero es el presidente de la Fundación Omar Dengo.
