Subimos en un 4x4 hasta la cima del cerro Panamá, cerca de Nicoya. El trayecto no fue largo, pero sí pedregoso y resbaladizo. Sobre la ruta había una de esas arcillas que se pegan implacablemente a la suela de los zapatos y que se sueltan poco a poco, dejando regueros por toda la casa. Las rocas que íbamos a descubrir se habían depositado hace millones de años sobre ese barro fastidioso, que antes no molestaba a nadie porque yacía bajo el mar.
Estábamos a unos 50 metros sobre el nivel del mar, en la margen derecha del río Tempisque, justo encima del puerto al que llegaba el ferri antes de que existiera el puente de La Amistad. Desde ahí, los manglares se abrían a ambos lados del río. A lo lejos, había un par de manchones claros: unos tajos de piedra caliza similares al lugar donde nos encontrábamos.
El sol del mediodía brillaba desde los ojos de José Manuel y de su esposa, Marcela, a pesar de haber visitado ese lugar cientos de veces. Jurgen y yo estábamos ahí gracias a la amabilidad de José Manuel, quien me había contactado por correo para invitarme a visitar su cantera, tras la lectura de uno de mis artículos en este espacio de “Letra Libre”.
La cantera
Recorrimos juntos el tajo. Me sentía privilegiada por la oportunidad de descubrir una cantera industrial de caliza ornamental. No usan dinamita. Eso dañaría la roca que, justamente, se está tratando de extraer con el menor impacto posible, para fabricar losas, pisos y enchapes. En cambio, utilizan una gran sierra, de unos tres metros de largo, que permite sacar bloques de piedra que luego son cortados con un hilo diamantado.
Al pie de los cortes verticales que dejaba la sierra, lisos e imponentes, como si se tratara de las paredes de un edificio que se construyó sin que nadie se lo propusiera, había bloques de todo tamaño. Pensé en César Manrique, el artista que construyó su casa dentro de una colada de lava hecha piedra, en Lanzarote. Hoy, esa casa en la piedra es un museo que lleva su nombre.
En algunos sectores, la roca era cristalina, brillante y muy compacta, como si se tratara de un mármol. Por esta razón, probablemente, esta roca se conoció durante muchos años como Mármol Tempisque.
En otros sectores, había versiones en miniatura de las cavernas de Barra Honda, que se ubican a unos 15 kilómetros, dentro de esa misma formación. No había un punto o sección que fuera igual al otro. No vimos fósiles, a pesar de que estas rocas proceden de antiguos arrecifes formados hace unos 50 millones de años, en una Costa Rica que era, sobre todo, submarina.

Rocas ornamentales
Después de un par de horas, nos despedimos de nuestros nuevos amigos. Decidimos ir a Cañas a tomarnos una leche dormida en la soda don Rogelio, mientras el pueblo hacía la siesta bajo el aguacero de la tarde. El barro de nuestras botas dejó su primer rastro sobre el piso blanco, impecable, que, según las meseras, habían limpiado por última vez, o casi, antes de cerrar.
A la mañana siguiente volvimos a San José. Almorzamos en el café del Teatro Nacional. Esta vez dejamos las botas en el carro y anduvimos en chancletas por la ciudad, a pesar del aguacero. Llegamos por el costado sur, donde nos recibieron las lavas grises que adornan la pared del Teatro. Frente a la fachada, levantamos la mirada para apreciar las areniscas amarillentas de Coris, que se utilizan además como mollejón para afilar cuchillos.
Nuestros antepasados vistieron al Teatro Nacional con rocas locales. Ese gusto por nuestras rocas ornamentales lo compartieron quienes construyeron las iglesias de Palmares y Santa Ana con ignimbritas: unas rocas volcánicas que expulsó violentamente el Barva hace unos 300.000 años.
Sentados en el café, repasamos las fotos del viaje. En una aparecía la sierra gigante y en varias estaba yo con las piedras y las piedras conmigo. En otra, estábamos José Manuel, Marcela y yo, sonrientes, con el corte de caliza detrás de nosotros. Pensé que esa imagen debía acompañar este artículo.
La piedra pulida que aparece al fondo de la foto es irrepetible y es producto de condiciones geológicas muy especiales, que ocurrieron a través de millones de años. Su valor reside en la singularidad: esa característica que la aleja de la producción en serie que domina el mundo de consumo en que vivimos.
La imagen capturada en la cantera sobre el cerro Panamá me revela ahora un lugar al que, de algún modo, pertenezco. Tal vez eso es lo que ocurre cada vez que levantamos, casi sin darnos cuenta, las paredes de ese edificio espontáneo que llamamos amistad.
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Emma Tristán es geóloga y consultora ambiental.