
El mundo se sostiene sobre números que casi nadie entiende.
Este 20 de octubre, Día Mundial de la Estadística, conviene recordarlo: detrás de cada cifra hay una decisión, una omisión o un sesgo. Los números nos prometen certezas, pero también nos confunden, nos gobiernan y, a veces, nos engañan.
En Estados Unidos, las elecciones de 2020 y 2024 volvieron a poner a prueba la credibilidad de las encuestas. En ambas, los sondeos subestimaron el apoyo a Donald Trump, confirmando un patrón que ya había desconcertado a los analistas desde 2016. En 2020, aunque las mediciones acertaron en el ganador –Joe Biden–, proyectaron una ventaja mucho más amplia de la que realmente obtuvo. Cuatro años después, el error persistió: la mayoría de encuestas mostraba un empate técnico o una leve ventaja para Kamala Harris en los estados decisivos, pero Trump terminó imponiéndose por márgenes mayores a los pronosticados.
Los expertos coinciden en que las causas del desajuste apenas han cambiado. Nate Silver, una de las voces más influyentes en el análisis electoral, explicó tras la elección de 2024 que muchas empresas “pastorean” sus resultados –es decir, ajustan sus cifras para no parecer desviadas del consenso general–, reduciendo así la variabilidad necesaria para detectar errores reales. Ese comportamiento, añadió, crea un “sesgo sistemático de encuesta” que vuelve los promedios y modelos agregados menos útiles para anticipar resultados.
La encuestadora J. Ann Selzer, responsable del Des Moines Register/Iowa Poll –considerado el más certero termómetro electoral de Estados Unidos–, fue durante años el ejemplo de independencia frente al “pastoreo estadístico”. Tras la elección de 2020, reconoció que su medición había subestimado el apoyo a Trump y explicó por qué: la dificultad de alcanzar votantes rurales y conservadores dispuestos a responder. “No fue un error de cálculo, sino de acceso”, dijo entonces, subrayando que el país cambia más rápido que las herramientas para medirlo.
Ella defendió siempre la publicación de resultados disonantes, advirtiendo de que cuando todas las encuestas coinciden, lo más sensato es sospechar del consenso. Pero en 2024, esa trayectoria de precisión se quebró. Su última encuesta, publicada días antes de la elección, proyectó una ventaja de tres puntos para Kamala Harris en Iowa, un estado de tendencia republicana. El resultado real fue una victoria de Donald Trump por 13 puntos porcentuales, un error de 16 puntos porcentuales que ella misma calificó como “espectacular”. Pocas semanas después, anunció su retiro de las encuestas electorales. Paradójicamente, el colapso de su predicción confirmó lo que ella misma había advertido años antes: los errores más graves no provienen de la matemática, sino de un país que cambia más rápido que quienes intentan medirlo.
Varios metaanálisis académicos –como Bias and Excess Variance in Election Polling (2022) y estudios publicados en Public Opinion Quarterly– coinciden en que los errores más persistentes no son de técnica estadística, sino de representación social: la falta de respuesta de ciertos sectores demográficos, el sesgo de deseabilidad social (votantes que no admiten sus verdaderas preferencias) y el impacto de un electorado cada vez más volátil y desconfiado. En los estados clave, esos factores amplificaron los márgenes de error, haciendo que incluso los modelos más sofisticados se comportaran como espejos deformantes de la realidad.
En Costa Rica, algo similar ocurrió.
Hace siete años, las encuestas no anticiparon el ascenso repentino de Fabricio Alvarado, impulsado por un voto conservador silencioso que irrumpió tras la sentencia sobre matrimonio igualitario. En 2022, la historia se repitió: Rodrigo Chaves pasó de ser un candidato marginal a ganar la presidencia, mientras las encuestas subestimaban su crecimiento. El desencanto con la clase política tradicional y el alto número de indecisos mostraron un electorado más impredecible que nunca.
Detrás de esos errores también hay algo más humano que técnico: la presión del consenso. Como recuerda Silver en The Signal and the Noise y On the Edge, el verdadero peligro no está en equivocarse, sino en pretender exactitud en un entorno dominado por la incertidumbre.
La buena estadística, dice, no predice el futuro: enseña a convivir con lo impredecible.
El periodista y académico Philip Meyer, pionero del periodismo de precisión, defendía lo mismo hace medio siglo: los números no sustituyen la interpretación, la amplían. En su clásico Precision Journalism, Meyer sostenía que la precisión no era una obsesión por la exactitud, sino una apuesta por la justicia: describir con claridad lo que otros preferían dejar en la penumbra.
La paradoja es que vivimos rodeados de información y, sin embargo, entendemos cada vez menos cómo se produce. Los márgenes de error se confunden con verdades absolutas, los porcentajes se vuelven profecías y las encuestas se consumen como espectáculo político. Suben, bajan, se celebran o se niegan según a quién favorezcan. Les atribuimos certezas que no tienen y olvidamos que lo que miden es apenas un instante en movimiento.
No todo es desolador. En Costa Rica, el trabajo del INEC y del CIEP-UCR muestra el valor real de la estadística cuando se ejerce con rigor, independencia y propósito público. Gracias a sus mediciones, sabemos cuántas personas viven en pobreza, cuántos hogares no pueden pagar la canasta básica, cómo se distribuye el ingreso o cuán lejos estamos de la equidad. Sin esos datos, el país sería un barco sin brújula, navegando a ciegas entre discursos y percepciones.
Vivimos, además, en una época donde todo –desde las decisiones de Estado hasta la vida cotidiana– se justifica “con datos”. La cultura data-driven se volvió una religión laica: los números como mandato y los gráficos como fe. Pero los datos no son verdades, sino rastros: fragmentos que deben leerse con contexto, método y sentido crítico. Su valor depende de cómo se formulan las preguntas, de quién las contesta y de cómo se interpretan las respuestas. Sin esa mirada, toda estadística puede volverse un disfraz elegante para la ignorancia.
Las encuestas son útiles, necesarias y muchas veces reveladoras. Pero son solo un reflejo: una instantánea parcial, nunca el país completo.
El reto no es exigirles precisión imposible, sino aprender a leerlas con humildad y criterio.
Porque la verdadera pregunta no es si los números dicen la verdad, sino qué verdad estamos dispuestos a escuchar cuando los números nos contradicen.
Antonio Jiménez es periodista especializado en contenidos multiplataforma. Antes de fundar y dirigir medios nativos digitales pioneros, trabajó en prensa escrita, radio y televisión.