
Una ola de descontento recorre el mundo, nos dice Andrés Oppenheimer en su último libro: Cómo salir del pozo. Las nuevas estrategias de los países, las empresas y las personas en busca de la felicidad.
Si bien vivimos muchos más años y tenemos una vida mucho mejor que la de nuestros abuelos, cada vez menos gente se siente feliz.
El Reporte mundial de felicidad 2022, basado en una encuesta realizada por Gallup a más de 150.000 personas cada año en 137 países, patrocinada por las Naciones Unidas y prestigiosas universidades británicas y estadounidenses, afirma que va en aumento la cantidad de gente que dice que no es feliz.
El CEO mundial de Gallup, Jon Clifton, asevera que hay un alza global de infelicidad y que las emociones negativas y la preocupación rompen récords, a la par de un agravado malestar social mundial.
No es extraño encontrar que casi todos los años los países más felices sean los mismos: Finlandia, Dinamarca e Islandia. Sus ciudadanos tienen la vida resuelta, podríamos decir. Ningún país de América Latina está entre los primeros 10. Costa Rica se ubica en el puesto 23 y es el primer país de la región, un dato significativo que merece ser estudiado en profundidad.
Hay otro ranking, también de Gallup, que mide únicamente la alegría de la gente, y los más alegres suelen ser países centroamericanos. Sin embargo, la misma encuesta muestra que es en América Latina donde la depresión, el enojo y el descontento son mayores. Los expertos describen estos como sentimientos negativos.
Entre los aspectos destacados de esta investigación periodística de más de cinco años, sobre lo que se conoce como la ciencia de la felicidad, está el hecho de que esta se relaciona directamente con profesores de talla mundial como Martin Seligman, fundador de la psicología positiva, o Tal Ben Shahar, profesor de educación positiva, quien imparte uno de los cursos más populares de la Universidad de Harvard. La buena noticia es que la felicidad se enseña.
El derrumbe de las ideologías tras la disolución de la Unión Soviética a finales del siglo XX; el desencanto con regímenes como el cubano, venezolano o nicaragüense, y muchos países africanos; el triunfo de los populismos de todo sello político, pero especialmente el gradual desplome de las religiones tradicionales, cada vez más encajonadas en rituales y alejadas de la modernidad, han dejado a cientos de millones de personas sin brújula moral, sin una comunidad y sin sentido de propósito.
Si bien la religión es apenas uno de los elementos por tomar en cuenta, es interesante comentar los cambios acaecidos. En Costa Rica, una encuesta de los años setenta arrojaba que un 90 % se autodefinía católico. En la década actual, esta autopercepción es apenas del 48 %, y de estos, escasamente un 15 % confiesan ser activos practicantes. Estos datos también afectan a las denominadas congregaciones protestantes tradicionales, aunque en menor medida.
Peter Drucker, en su obra Los desafíos de la administración en el siglo XXI, sostiene que, si bien las iglesias tradicionales declinaban constantemente, las megaiglesias pastorales (pentecostales) crecieron exponencialmente en Estados Unidos desde 1980 —y también en América Latina—, al utilizar tecnologías estadísticas, de comunicación y logística. Estas iglesias preguntaban al “cliente potencial”, es decir, a quienes no asistían a la iglesia: “¿Qué consideran valioso?”.
El mayor valor para los millones de feligreses que asisten a las megaiglesias, no solo los domingos sino también durante la semana, radica en una experiencia espiritual más que en un ritual mágico religioso.
Para salir del pozo de la infelicidad, y en vista de lo que están haciendo los países más exitosos, hallamos que la clave del progreso está en el crecimiento económico y la alegría de vivir, con políticas públicas que aumenten la satisfacción de la vida de las personas, actuando en nuestras empresas, centros educativos, iglesias y, obviamente, en nuestras propias vidas.
Debemos empezar —afirma Oppenheimer— por hacer crecer nuestra economía, vivir en democracia, combatir la corrupción, dar clases de felicidad en las escuelas (muchos países van por esa vía), medir la felicidad, tener un propósito, aumentar las actividades comunitarias, conservar y ampliar los espacios verdes, obsesionarnos menos con el estatus y, muy especialmente en el caso latinoamericano, mirar hacia adelante. Somos el continente pesimista, obsesionado con el pasado, y así no se construye el futuro.
Simón Bolívar, Benito Juárez, Juanito Mora y José Figueres dejaron un legado significativo. Sin embargo, en la era digital, sus enseñanzas tienen limitadas aplicaciones prácticas, salvo como inspiración para ciertos líderes populistas.
Todo esto me trae a la mente la canción setentera de Gualberto Castro: “La felicidad no es un puerto. / La felicidad no es un lugar. / La felicidad es una forma de navegar / por esta vida que es la mar”.
josejoaquinarguedas@gmail.com
José Joaquín Arguedas H. es politólogo y administrador, exdirector del Servicio Civil.