La palabra latina verecundia, por un lado, hace referencia a la virtud de conocer el propio lugar, y por otro, a la sensación de vergüenza y al sentido de la propia dignidad que, según el contexto, podría entenderse como pudor.
La historia de las palabras no garantiza el acceso a sus significaciones, pero sí enriquece su comprensión. De ahí que es importante distinguir entre la vergüenza y el pudor, puesto que no suponen exactamente lo mismo. El pudor es parte fundamental de nuestra singularidad como sujetos y ofrece un espacio privado, al resguardo de la mirada de los demás. La vergüenza sobreviene cuando se produce una intrusión en ese espacio.
El pudor le anticipa algo al sujeto, es algo que se despierta aun antes de que lo pueda pensar o advertir; mientras que la vergüenza aparece cuando ya es tarde, cuando ya no queda nada más que hacer que disculparse.
Freud ubica el pudor y la vergüenza como diques ante el desenfreno pulsional. Dicho con otras palabras, el pudor inhibe, y sin este freno, la vergüenza hace síntoma. El pudor funge como barrera que custodia lo más íntimo del sujeto, es una protección frente a la disolución subjetiva, es decir, es el límite que, a condición de no ser violado, preserva la condición humana; de ahí que sea una custodia que es preciso respetar.
Jacques-Alain Miller habla de la desaparición del pudor como uno de los síntomas de la época, y lo articula con el capitalismo tardío bajo el cual se inaugura el imperativo de que se puede decir todo y mostrar todo, propiciando así la pérdida de la vergüenza. Ambos conceptos están ligados al deseo de ser respetado por el conjunto de todo lo que nos constituye como sujetos.
El pudor está en cómo elegimos conducirnos para no incurrir en una acción que traspase ese límite. De igual manera, hace referencia a abstenerse de sostener o imponer ideales que, en lugar de presidir el “bien decir”, aconsejan la segregación hasta el extremo de la destrucción del otro en nombre de esos mismos ideales. El goce perverso está en la pretensión obscena de actuar y hablar como se nos venga en gana. Es patente que hoy el pudor viene siendo un bien escaso, puesto que no se trata de si la persona es “educada” o no, sino de una manera de relacionarse con el otro.
Por otra parte, sin el amparo del pudor en la política, no hay freno frente al deseo perverso de reducir al pueblo a una condición de objeto. Para Lacan, este dique es amboceptivo, siempre es entre dos, entre un sujeto y el otro. Dicho de otra manera, el impudor de una persona basta para constituir la violación del pudor de la otra.
De modo tal que el impudor discursivo que distingue a los gobiernos de algunos países, cuyos dirigentes encuentran un inequívoco placer en esta tendencia de discursos sin reglas de recato, caracterizados también por la frase anárquica y tanática: “Digo lo que me da la gana”, representan en sí mismos la violación del pudor de los pueblos que dirigen.
Este elogio del pudor no se refiere a la timidez, ni tampoco al moralismo, sino a ese lugar reposado que funciona para detenerse y construir y que, a condición de ser respetado y no herido, permite tender puentes.
Actualmente, que la política mundial se tornó pachuca y violenta, que sugiere que quienes conducen un país tienen que ser impulsivos, vulgares y pendencieros, el pudor es, sin duda, un lugar necesario y deseable.
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Carolina Gölcher es psicóloga y psicoanalista.
