
Camino con Fernando y Jessica por los pasillos del Colegio Federado de Ingenieros y de Arquitectos de Costa Rica (CFIA), en Curridabat. Llegamos a un pequeño patio central donde brilla, intacta, una luminaria. Se trata de un objeto que evidencia el refinamiento de otro siglo. Un vestigio de los primeros destellos eléctricos que iluminaron las noches de San José.
“Es una de las primeras veinticinco”, me dice Fernando. La frase es suficiente para que este pequeño sol encapsulado encienda relatos y asombros, como un chispazo. La luminaria es al mismo tiempo historia, materia e imaginación. Un objeto valioso por lo que cuenta. Una puerta abierta al tiempo en que las calles josefinas empezaban a transformarse.
Una historia luminosa
Mucho antes de que la electricidad se volviera cotidiana, San José iluminaba sus noches a tientas. En 1840, cuando era una aldea con aspiraciones de ciudad, se instalaron faroles con candelas de sebo. Su luz temblorosa parecía siempre a punto de extinguirse. Luego llegaron, en 1856, las lámparas de canfín, un avance apenas suficiente para espantar las sombras y prolongar la tertulia. La noche tenía entonces un inmenso poder sobre nosotros.
Pero en 1879, en la ciudad de Menlo Park, en California, Thomas Alva Edison encendió el bombillo que cambió el rumbo de la historia. Su destello se extendió y alumbró la imaginación de la ciudad de San José, que escuchó muy pronto ese llamado, aunque era apenas la cabecera de una provincia de 50.000 habitantes.
El 9 de agosto de 1884, Manuel Víctor Dengo y Luis Batres inauguraron una planta hidroeléctrica cerca de la Fábrica Nacional de Licores. Esa noche, veinticinco luminarias se encendieron entre la planta y el parque Central y el presidente Próspero Fernández fue testigo del prodigio desde el balcón del Palacio Presidencial. Desde Alajuela, Cartago y Heredia llegaron multitudes a presenciar esa nueva forma de amanecer.
El cronista Alberto Quijano escribió décadas después, en su libro Costa Rica ayer y hoy (1939): “Las calles por donde iban colocando los postes y se tendían los alambres, eran sitio de obligada romería para todos… algunos llegaban manifestando sus dudas porque, a lo mejor, los tales alambres eran huecos, como finísimos tubos, por los cuales circulaba el canfín de los faroles”.
Así de nueva era la electricidad. Así de asombrosa fue su llegada. San José, con su vida de pueblo pequeño, se convirtió en una de las primeras capitales del mundo en tener alumbrado eléctrico.
Una luciérnaga obstinada
Observo la luminaria como quien contempla una reliquia. Pienso en las manos que la colocaron, en la expectación de aquellos primeros vecinos y en la ciudad que entonces se movía entre mercados y carretas. Desde entonces, la luminaria ha visto surgir edificios y ha presenciado el tránsito de las generaciones. Ha resistido, como una luciérnaga obstinada.
En tiempos en que la energía eléctrica se enciende con un interruptor y se gasta sin pensar, esta hermosa antigüedad nos recuerda que cada destello tiene un costo y que la luz es una conquista que exige esfuerzo y previsión. Sus bombillos originales tenían una vida mucho más corta. Había que traerlos en barco, instalarlos con cuidado y administrarlos con rigor, por lo que no había margen para el derroche.
Cada hora encendida era un acto ceremonial que señalaba la fragilidad de los recursos y la necesidad de cuidarlos. Esta idea resulta muy pertinente en un momento del año en el que se acerca otro “viernes negro”.
La luminaria no conoce la obsolescencia programada, esa lógica cruel que ha convertido nuestros objetos en parpadeos desechables. Permanece encendida como una lección de perseverancia. Como un recordatorio de que lo duradero también es posible. ¿Quién diseña ahora con el deseo de permanencia? ¿Qué artefacto contemporáneo podrá contar su historia dentro de cien años?
La luminaria nos habla del asombro que alguna vez sentimos frente a la novedad y del cuidado que debemos tener frente a lo que damos por sentado. Nos cuenta que hubo un tiempo en que todo dependía de un pequeño filamento encendido que conocemos, no por casualidad, como resistencia. Resistir e iluminar son gestos imprescindibles en nuestros días.
En su resplandor discreto, la luminaria confirma el valor de quienes, como Fernando y Jessica, conocen el lenguaje oculto de los objetos. Tal vez el verdadero progreso no consiste en multiplicar las luces, sino aprender a cuidar y a ver con gratitud las que todavía resisten.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.
