
Hace algunos días celebramos un partido de basquetbol entre los estudiantes y profesores de la universidad donde imparto lecciones. Decir celebramos es solo un decir. O bien, es algo que solo decimos quienes ganamos ese partido, porque, contra todo pronóstico, los profesores cincuentones y herrumbrados les ganamos a los estudiantes. El marcador final fue de veinte a diez.
Todavía nos preguntamos entre pasillos cómo ganamos. En referencia a la modesta cancha de Zapote que vio nacer la leyenda deportiva, hemos bautizado ese partido como el Zapotazo. Al final, mientras nos cambiábamos, un estudiante se acercó y me dijo: “Profesor, todavía no han ganado nada, el vencedor será quien gane dos de tres partidos.”
Así que aquí estamos: entrenando los viernes por la noche y tratando de entender qué hicimos bien durante el Zapotazo para repetirlo en el próximo partido. Sospecho que la clave está en el pasado de los cincuentones. Oscar Wilde afirmaba, a través de algún personaje, que la experiencia es el nombre que les damos a nuestros errores. Supongo que la experiencia puede ser también el motivo de algunos de nuestros aciertos.
Recuerdos ochenteros
Las coordenadas de mi adolescencia están marcadas por el basquetbol. Mi primer contacto con África se produjo gracias a Manute Bol: un gigante que jugaba en la NBA. Al basquetbol le debo los amores y los miedos de esa época, e incluso el alejamiento de la violencia. En mi diccionario personal, los chicos malos no eran los pandilleros del barrio en que crecí, sino los Pistons de Detroit.
Durante la secundaria, jugué basquetbol en el Salesiano Don Bosco. Algunos de mis compañeros imitaban a Michael Jordan o Magic Johnson, pero yo quería ser Jorge Arias Tuk. Había en la estrella del primer equipo del Liceo de Costa Rica unas cualidades que le permitían jugar en cualquier posición. Había también una sonoridad magnética en su nombre. Un remanente primitivo que resonaba cada vez que gritábamos, desde las graderías, ¡Tuk, Tuk, Tuk!
En mi memoria, ese es el himno de la edad dorada del basquetbol tico. Un tiempo en el que dedicábamos horas a comentar jugadas de pizarra con las posiciones de los jugadores, la ruta de los pases y las posibles estrategias. Algunas llevaban nombres que parecían recién salidos de la lucha libre, como La doble Boston o El gancho y la escalera. En cualquier caso, las jugadas de pizarra nos enseñaron a estrechar vínculos, a crear escenarios favorables y salir adelante en situaciones de presión.
Envejecer mejor
Durante mi partido de regreso al basquetbol, tras décadas de letargo y ausencia, volví a la cancha con menos destreza pero una mayor capacidad para distinguir el momento del pase y el enceste. Al menos eso pensaba cada vez que debí acuclillarme para recuperar el aire perdido, lo que ocurrió cada tres minutos.
Ese sería un buen título para la crónica de mis nuevos días de viejo basquetbolista: en busca del aire perdido. Aunque lo importante acá no es el aire, sino la experiencia que me permitió medir tiempos y trayectos, a pesar de una miopía que me impide enfocar a más de dos metros de distancia.
Alcanzamos la plenitud física a los treinta años de edad y, a partir de ese momento, se reducen nuestra visión, audición, fuerza y resistencia. Luego, el cerebro da un paso adelante y gestiona con astucia nuestros recursos. Esto le ocurrió a Michael Jordan hacia el final de su carrera. Cuando ya no pudo ejecutar el salto asombroso que lo había convertido en una leyenda, introdujo en su juego un lanzamiento en suspensión que le permitía mantenerse en el aire.
En su Elogio de la experiencia (2019), Carl Honoré nos recuerda que cada día más personas están envejeciendo mejor y de una manera más activa. “Navegan alrededor del mundo a los cuarenta y tantos; vuelven a la escuela a los cincuenta y pico; crean nuevas empresas o familias a los setenta y tantos; diseñan o participan en campañas políticas siendo octogenarios; se enamoran a los noventa y pico y crean obras de arte siendo centenarios”, apunta Honoré.
A menudo pienso en el privilegio que supone atravesar una época en la que podemos diseñar y vivir una mejor vejez. En la cancha, compruebo que mi capacidad para anticipar las acciones de los otros jugadores aumenta conforme se reducen mis reflejos y que la lentitud de mi cuerpo viene acompañada de una mayor agilidad mental y una creatividad despierta. A estas alturas del partido, esa transformación representa, sin duda, la mejor de las victorias.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.
