
¿Dónde reside el valor de nuestra existencia? Un valor que va más allá de la lógica del éxito o el fracaso. Del crecimiento y el progreso. De la lógica de los resultados. Un valor que va incluso más allá de nuestras propias fuerzas y capacidades. No nos define la objetividad científica, económica o tecnológica.
La ciencia tiene mucho que decir sobre el hombre, pero no todo. La economía se refiere al hacer y al tener. La tecnología nunca suplantará al ser.
Nuestro sentido o propósito en la vida no lo satisfacen estas métricas, pues apunta a la trascendencia. No tienen la capacidad de medir nuestros sueños, esperanzas e intenciones.
Un núcleo de la dignidad humana es la apertura. La apertura al otro. Somos nuestros vínculos. Asimismo, la apertura al asombro. Gran principio pedagógico. El presente no es la superación del pasado. Siguen siendo actuales y vigentes la Ilíada, de Homero, o el Banquete, de Platón. Siguen estremeciéndonos los Nocturnos, de Chopin.
El ser humano tiene una maravillosa capacidad de expresar lo inefable. De conmoverse ante el amor y el paso del tiempo. Tiene una maravillosa capacidad de trascender. Con nostalgia, decimos que somos tiempo.
No podemos repetir un instante, apropiarnos de un beso, una mirada o un atardecer para gozarlos sin descanso. Lloramos cuando nos enamoramos de las cosas y las vemos desvanecerse. Sobre todo, cuando, son realmente valiosas y las hemos amado. Todo pasa, pero algo permanece. Ese algo, en cierta forma, define nuestros perfiles. Somos lo que amamos.
Nuestra dignidad también radica en la apertura ante lo inesperado. Ante lo que aún no se comprende. Ante acontecimientos que exceden a sus causas y nos transforman.
La Navidad nos ofrece una radical novedad: la posibilidad de cambiar, de renacer ya no en las coordenadas del tiempo, pero sí en las de nuestro ser. Es una invitación que regresa para proponernos una metanoia, un cambio personal, que trasciende toda comprensión superficial.
Esta transformación aloja una alegría espiritual que el tiempo no puede detener. Celebramos la presencia para poner fin a la ausencia. Celebramos el perdón para poner fin a la discordia. Celebramos la paz para poner fin al odio y a la violencia. Celebramos el trabajo y las conquistas de nuestro esfuerzo.
La Navidad nos invita a entrar en el silencio. A salir de la exterioridad para entrar en nuestra propia intimidad. En nuestro ser, nuestra identidad. Nos invita a elevarnos por encima de nosotros mismos para mirar al cielo y llenarnos de asombro: el hombre, a lo largo de la historia, lleva en sí un misterioso deseo y anhelo de Dios. Un Dios que entra silenciosamente en la historia, sale a su encuentro y quiere habitar en su corazón. He aquí el verdadero e inefable regalo de la Navidad.
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Helena Fonseca Ospina es administradora de negocios.
