
Esto ocurrió hace treinta años, cuando tenía veintidós y vivía en Madrid, en un apartamento que compartía con un castellano de rostro duro y gestos generosos conocido como Goyo. Era verano y Madrid era un desierto de calles desahuciadas, andamios a medio levantar y pocas oportunidades para encontrar un trabajo. En esos días de calor intenso y escasez abundante, fui clandestino, indocumentado y feliz.
Lo único peor que trabajar es estar desempleado. No sé quién lo dijo, pero estoy seguro de que alguien debe haberlo sufrido, pensado y afirmado antes que yo. A mediados de los noventa, era todavía peor. Estar desempleado significaba esperar la llamada que llegaría, en cualquier momento, tras el sonido del timbre de un teléfono fijo que descansaba en un rincón de la sala. Entonces merodeábamos el aparato hasta convertirnos en sus esclavos.
Así fue como, después de recorrer las etapas que separan la dignidad de la sumisión, sonó el timbre del teléfono con la llamada del amigo de un amigo que me ofrecía un trabajo como asistente del asistente de cámara de un rodaje. La película se titulaba Brujas y me llamaban porque necesitaban con urgencia un par de manos adicionales para una escena que se rodaría, al día siguiente, en una gran discoteca de la Gran Vía.
Movimiento perpetuo
En Brujas, Penélope Cruz interpreta a una adolescente que, a diferencia de la Penélope de la Odisea, abandona la espera por la aventura y viaja en busca de un hombre que apenas conoce. Una noche descubre a su Ulises particular engrandecido en la pantalla de una discoteca. Entonces corre entre la gente, busca al operador de cámara del lugar y le pide que proyecte en la pantalla los besos que lanza al vacío. Ulises no la ve. Está distraído besando a otra.
Mi trabajo durante el rodaje de esa escena consistía en bailar delante de la cámara y después seguir los pasos de Penélope, que saltaba a gran velocidad, en perpetuo movimiento. Debía reaccionar a sus desplazamientos explosivos, a cada uno y en cada momento, de manera que no se tensara el cable que se extendía desde la cámara, a través de la pista de baile, hasta el monitor que reproducía cada plano delante del director de la película. Todo un malabar.
El éxito del malabarista radica en su capacidad para fijar la mirada en el punto en el que los objetos alcanzan su mayor altura. Después, debe mantener una secuencia y abandonarse a las simetrías. Dejarse llevar. Guiar los objetos a ciegas y confiar. Bajo esa premisa, puedo decir, sin falsas modestias, que ese día, cada vez que bailaba, giraba sobre mis talones, tomaba del piso un cable rebelde y evitaba lo peor, ejercí, sin saberlo, el arte antiguo del malabarismo.
El truco
En la Odisea, Penélope hilaba de día un sudario y lo deshilaba durante la noche como una estrategia para evadir a sus pretendientes. Así, mediante un juego astuto de hilo y vuelta, evitaba elegir a alguno de ellos. Homero, el escritor de la Odisea, viajaba de un lugar a otro para cantar sus obras. Era hijo de prisioneros de guerra y ciego, por lo que es fácil suponer que vivió una vida llena de malabares, aunque la palabra no existía todavía.
En India, hacia el siglo XVI, algunos navegantes portugueses observaron que los habitantes de la región de Malabar ejecutaban con asombrosa destreza diversas acrobacias y juegos de manipulación. Entonces acuñaron la palabra malabarista. El término se extendió por la península Ibérica y terminó aterrizando, siglos después, en el rodaje que se agitaba en la pista de una discoteca madrileña.
Cada vez que debí hacer malabares junto a los de Penélope me resultó imposible ignorar el contraste entre sus movimientos ágiles y su cuello delgado. Sin embargo, no había en ella ninguna señal de fragilidad, sino una extraordinaria destreza para hilar la acción con la calma contemplativa. Durante las pausas de la filmación, se sumía en un mutismo dulce mientras avanzaba sobre esa cuerda floja que separa a la actriz de la estrella.
Las mujeres son grandes maestras del malabarismo, capaces de hilar a diario el delicado equilibrio del mundo. Algunos piensan que la estrategia que hace posible el malabar consiste en lanzar los objetos a gran altura para ganar tiempo. Sin embargo, el truco está en diferenciar los objetos que debemos mantener suspendidos de aquellos que podemos dejar caer. Esto me lo enseñó una mujer, por supuesto; una que hacía pases de manos entre la sensatez y el sentimiento, hace treinta años, durante un verano feroz y feliz.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.
