
A mis ilustres excompañeros Barbo, Memo y Chico.
A finales de la década de los 80, mis compañeros del Banco Central, Luis Barboza, Guillermo Calderón, Francisco Carvajal y yo éramos jóvenes precozmente casados y con obligaciones.
Nos pagaban cada viernes con el tradicional cheque amarillo, del cual, a mitad de semana no quedaba nada. El día previo al pago nos devoraba la expectativa de que incluyera horas extra o algún ajuste insospechado. En todo caso, ese día nos dábamos la licencia de almorzar afuera y no en la soda del banco.
A veces íbamos al restaurante Chi Kon, en avenida 6, calle 1, donde hoy solo hay un parqueo. Un viernes de tantos ordenamos lo usual: arroz cantonés o chop suey.
Cuando la propietaria, una chinita sonriente, de mediana edad, nos preguntó por las bebidas y nos aprestábamos a pedir gaseosa, algunos, o cerveza, otros, Luis dijo en broma: “¡Diay, vino para todos!”. De inmediato, negamos en coro la chistosa ocurrencia, pero ella intervino:
–¿Quieren tomar vino? Tengo vinos. Doy barato. No caro.
Memo: “Chinita, es que no tenemos plata, pero… ¿cuánto es barato? ¨
China: “Barato. Puedo vender…. ¡a ¢1.000!”.
Memo: “¿Cómo? ¿la copa o la botella?”.
China: “No, copa no. Botella vino, ¢1.000. Buen precio. Puede escoger marca”.
Todos nos volvimos a ver consintiendo en que era un precio extrañamente bajo. Una gaseosa costaba entonces como ¢300 y una cerveza, ¢600. Entonces, dice Chico:
–Mae, Víctor, usted que es aquí el más conocedor. Vaya a ver si es cierto. Al rato es puro vinagre de la Fanal”.
Seguí a la propietaria que, haciéndome pasar al otro lado del mostrador, me dirigió por un pasillo entre estantes con suministros, legumbres y, al final, un congelador. Al levantar la tapa, vino a mi mente la imagen de un viejo cofre de piratas que, al abrirse, golpea la vista con el brillo de las joyas.
Conmocionado, observé un considerable lote de vinos con muchos años de feliz reposo. Etiquetas amarillentas unas; rotas otras; medio gastadas todas. Distinguí letras en francés y portugués, bodegas españolas e italianas.
Mientras tanto, la chinita seguía su retahíla para convencerme de lo que ya estaba convencido. Discretamente, elegí un vino francés Bordeaux Chateau Domecq 1970 y le entregué la botella.
Presuroso, volví a la mesa y dije a todos:
–Chavalos, hoy se nos va a hinchar la boca. Beberemos un vino que posiblemente no volveremos a tomar por el resto de nuestras vidas, así muramos y volvamos a nacer.
Al momento, llegó la dependiente con la botella. Algunos, en tono bajo, alertaron de que la botella se veía sucia; otros, de que el vino estaría supervencido o en mal estado. Yo sonreía explicando que el vino, cuanto más viejo, más se aprecia, siempre que el corcho esté bien sellado. Que ese vino sería de colección y que, ni juntando nuestros cuatro cheques, lo compraríamos en una tienda especializada.
No muy convencidos y, aún con miedo, nos servimos y bebimos. Primero, despacio y con temor; después, eufóricos por las sensaciones al paladar de aquella bebida digna de mesas reales y platillos más soberbios que aquellos de arroz y chop suey.
Nuestros viernes tomaron un nuevo matiz. Nos convertimos en una cofradía de cuatro amigos que secretamente asistían a un ritual vinícola de alto vuelo.
La expectativa ya no era si el cheque vendría con alguna extra, sino si almorzaríamos degustando vino de la Rioja o un Oporto, o si cataríamos Chianti o Sichel. Al menos por la bebida, eran almuerzos de príncipe.
Sabio es el refrán que dice: “No hay plazo que no se llegue, ni caldo que no se enfríe”. No recuerdo cuántos viernes rindió la cuerda de nuestro venturoso hallazgo, pero llegó el día en que la chinita nos dijo, con semblante apagado, que ya no había vino. ¡Se agotó la reserva! Resignados, volvimos a pedir gaseosa, unos, y cerveza, otros.
Recientemente, leí una nota sobre la subasta de una botella de Heidsieck & Co. Monopole, extraída del Titanic, por $1.400.000. Guardando las distancias, junto con mis excompañeros del Banco Central, podemos presumir de haber degustado más que una botella de las más nobles soleras, pagando mucho menos. Y tal gusto, acompañado por el más honorable arroz o platillo de chop suey del desaparecido restaurante Chi Kon.
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Víctor Chacón Rodríguez es director ejecutivo de la Cámara de Fondos de Inversión.