Impactante. Trágica y horrorosa es la miniserie británica Adolescencia, de Netflix. Retrata una verdad desprendida dolorosamente desde la primera secuencia hasta la última: el fatídico derrumbe de un adolescente.
Trabajo como psicoanalista y encuentro que pocas cosas conmueven tanto como el sufrimiento de un niño o un adolescente, porque es un sufrimiento que puede ser mudo, un decir sin palabras.
Hace un siglo, el deseo del adolescente era, sin discusión, hacerse grande. La pregunta de rigor: ¿qué querés ser cuando seas grande?, presuponía que la aspiración era crecer, hacerse adulto. Sin embargo, actualmente se constata un movimiento acelerado hacia la anulación de las diferencias entre la niñez y la edad adulta, lo que parece dejar a su suerte a los adolescentes. A la luz de ese desamparo e invisibilización, ¿cuál sería el motivo que tendría un adolescente para querer ser adulto?
Todo hijo infante es una imagen narcisista para sus padres y ese valor del amor narcisista esconde lo horroroso que podría aparecer, pues, el infante representa para la mayoría de los padres un ideal. En Introducción al narcisismo (1914), Freud nos explica que, para los padres, “el niño debe tener mejor suerte que ellos, no debe estar sometido a esas necesidades objetivas cuyo imperio en la vida hubo de reconocerse. La enfermedad, la muerte, la renuncia al goce y la restricción de la voluntad propia, no han de tener vigencia para el niño; las leyes de la naturaleza y la sociedad han de cesar ante él. His Majesty the Baby, debe cumplir los sueños, los irrealizados deseos de sus padres”.
Da la impresión de que, en muchos casos, el narcisismo de los padres ha sido llevado a un extremo desconocido hasta ahora; su versión cotidiana se ha llamado “falta de límites”. Para el psicoanálisis, el cambio está en el saber de los padres: ellos no saben, no exigen, no pueden reclamar ni guiar al hijo. Frente a ese no saber y también frente al fallo narcisista del hijo, desvían su mirada.
Esta falta de sostén es retratada en la miniserie con el relato del fracaso de Jamie de sostener uno de los ideales de masculinidad –representado en la práctica deportiva– y cuyo efecto es que su padre le retire su mirada.
Los hijos no solo vienen a satisfacer a sus padres colmándolos en lo que les falta, sino que, simultáneamente, desnudan las fallas de sus padres, sumiéndolos en la impotencia, o en el asombro, o en la indiferencia. El horror en el campo de la mirada, de lo visto, termina imponiéndose cuando el padre mira el video del asesinato.
Sin una mirada que lo sostuviera, sin la pulsión escópica que lo acompañe en la construcción de esa nueva identidad como adolescente, Jamie, oculto bajo las sombras de su cuarto, a solas con Internet, crecía en la oscuridad del silencio y la angustia.
Nos ubicamos en el campo de la tragedia cuando el sufrimiento de un adolescente deja al otro callado, cuando su padecer no le hace signo a nadie, cuando concierne a ninguno, cuando nadie lo mira. Mirar al adolescente –como a cualquier persona– es alojarlo, transmitirle un interés, básicamente, es hacerle sentir que existe para nosotros.
Asimismo, todo lo que se pone en lenguaje, lo que el adolescente piensa, lo que ve, lo que siente, lo que elige, lo que desecha, y que va modificando su espacio interior y su entorno, son palabras que van construyendo su nueva identidad. Dicho de otra manera, es fundamental permitir que se expresen. Recordemos que cuando cualquiera habla, lo hace dirigiéndose a alguien –nunca para hablar solo– y en función de ser escuchado y reconocido en esas palabras.
La miniserie reitera que en las familias en las que no se miró y no se escuchó, el que paga el precio es el hijo, y que es toda la situación familiar la que posibilita que ese sujeto con ese síntoma actúe como un emergente de algo que no funciona. Nos recuerda, también, que la paternidad y la maternidad son críticas, porque acompañan la fragilidad de lo humano.
Si los padres no están a la altura de la necesidad de presencia, de amor y de educación que su hijo requiere de ellos y se apartan de su tarea, producen sufrimiento, falta de ser y fragilizan la relación de ese hijo con el mundo.
Los límites son la condición necesaria para la modulación de la omnipotencia, que si no se acota, expone al joven al choque brutal con el mundo y los otros, tal como sucede con Jamie, es decir, la ley es un marco que los protege de los otros y de sus propios desbordes.
Para el sociólogo y antropólogo David Le Breton, “hay que tener en cuenta el hecho de que el niño o el adolescente aún no dispone de los medios para pensarse en la complejidad del mundo; por lo tanto, conviene educarlos para que estén a la altura de su libertad y de su dignidad”. Sin embargo, la educación de los adolescentes actualmente parece estar más en manos de youtubers, tiktokers y los algoritmos de la sacrosanta inteligencia artificial (IA).
Lo horroroso de Adolescencia es precisamente lo real detrás de la pantalla. Nos advierte de que los adolescentes pueden ser no más que una moneda de cambio de una economía perversa, que lucra con los compases de la fatalidad.
Ustedes, padres y madres de familia, ¿ya miraron a sus adolescentes hoy?
cgolcher@gmail.com
Carolina Gölcher es psicóloga y psicoanalista.
