
Joseph Schumpeter lo advirtió hace casi un siglo: el socialismo no triunfaría mediante una revolución proletaria, sino a través del desgaste interno del propio capitalismo, cuando este se burocratiza y se llena de privilegios.
Lo verdaderamente peligroso para una economía no son los discursos ideológicos, sino la alianza tácita entre Estado y empresarios protegidos, una simbiosis institucional que termina legitimando más intervención, más regulación y menos libertad económica.
México ilustra claramente este fenómeno. Durante décadas, buena parte de su estructura productiva ha descansado sobre barreras de entrada regulatorias, licencias restrictivas, monopolios legales y sectores empresariales acostumbrados al amparo político. En ese ecosistema, la competencia es la excepción, no la regla, y la innovación se vuelve un acto heroico en lugar de un proceso natural.
En un país donde el mercado ya está distorsionado por diseño, cualquier gobierno –sea de izquierda o de derecha– termina empujando las mismas soluciones: más Estado, más control, más ingeniería social. Las recientes reformas –avaladas por el empresariado– para aumentar el salario mínimo y reducir la jornada laboral avanzan precisamente en esa dirección.
Aunque se presenten como medidas de justicia social, su implementación en un entorno de baja productividad y altos costos regulatorios provoca efectos contrarios: más informalidad, menos inversión, menores márgenes para las empresas pequeñas y una consolidación aún mayor de los grandes actores que ya operan con privilegios.
Pero sería un error pensar que este fenómeno es exclusivo de México.
Los empresarios costarricenses tampoco podemos darnos el lujo de ignorar esta realidad. Sería ingenuo creer que los arreglos entre ciertos grupos empresariales y las élites estatales no ocurren todos los días en Costa Rica. Nuestro ordenamiento jurídico está saturado de leyes, regulaciones y reglamentos que, aunque se vendan como nobles, progresistas o protectores, funcionan en la práctica como barreras de entrada para nuevos competidores.
Cada permiso innecesario, cada trámite redundante, cada licencia discrecional actúa como un filtro político que decide quién puede emprender, quién puede crecer y quién queda atrapado en la informalidad. Este entramado regulatorio no promueve la competencia: la restringe, la encarece y la neutraliza. Y al hacerlo, refuerza la misma lógica corporativista que Schumpeter advertía como antesala del estancamiento.
El resultado es inevitable: un ecosistema empresarial donde algunos compiten y otros simplemente son protegidos; donde el Estado no arbitra, sino que administra privilegios; y donde cada nueva reforma –laboral, fiscal o regulatoria– termina ampliando el poder de los que ya lo tienen y reduciendo las oportunidades de quienes podrían dinamizar la economía.
Schumpeter tenía razón: el socialismo no avanza porque la sociedad lo exija, sino porque los empresarios protegidos lo facilitan.
Y mientras sigamos construyendo economías donde la creatividad empresarial dependa de permisos, favores y cercamientos regulatorios, seguiremos caminando –como México, y como tantos otros– hacia un modelo donde la planificación estatal deja de ser una amenaza y se convierte en una rutina.
En ambos países, y en casi todos, la lección es la misma: cuando el capitalismo se transforma en un sistema de privilegios, el socialismo administrado es solo cuestión de tiempo.
Andrés Pozuelo Arce es empresario.