
La historia me la contó mi abuelo Ramón Mesías Ureña, que la había oído muchos años atrás de los viejos de Jiménez de Pococí, en ese Caribe cargado de trenes y lluvias. Ocurrió en tiempos de la Bananera, cuando los barracones se llenaban de ron barato y canciones tristes, y los vagones llegaban cargados de jornaleros dispuestos a arrancarle las entrañas a la selva.
Esa Navidad, el aire era tan pesado que era posible masticarlo. La humedad se colaba por las paredes de madera y las hojas de palma crujían en los techos como un lamento sordo que se repetía sin descanso.
Pocos meses antes habían llegado al campamento dos muchachos tan distintos como rivales: Maco, moreno y fornido, capaz de tumbar una ceiba de un solo tajo, y Tulio, alto, flaco y blanquísimo, de ojos limpios como el agua del mar en creciente.
Entre ellos se había interpuesto Lila: una muchacha de cabellos claros y paso leve que parecía flotar sobre el suelo de barro. Cuando reía, el campamento parecía menos hostil, como si la selva aflojara los colmillos. Cada vez que cruzaba el barracón, la música de las rocolas se apagaba, los vasos tintineaban y los perros se escondían debajo de las camas.
Maco la buscaba entre las sombras y, cada vez que podía, dejaba escapar la pregunta que comenzaba a atragantársele:
—Decime, Lila, ¿hasta cuándo me vas a hacer esperar?
En la otra orilla, Tulio prometía llevarla a un pueblo con nombre de santo, trepado en la parte alta de un cerro nublado:
—Usted sabe que conmigo no le va a faltar nada.
Lila permanecía en silencio, escondiendo la mirada entre las hojas secas del bananal.
La fiesta de Nochebuena llegó y se improvisó con lo que había: un acordeón desafinado, guaro de chirrite y un árbol de Navidad hecho con hojas de banano y tiritas de papel. Llegaron también Maco y Tulio, y comenzaron las risitas ahogadas, los rumores, las señas.
El orgullo encendió la sangre. Y así, sin pensarlo, sin cruzar palabra, Tulio y Maco desenvainaron las crucetas: esas hojas metálicas que cortaban bananos de día y ajustaban cuentas de noche. La multitud se abrió en círculo. Los hombres respiraron fuerte, conscientes de que la fiesta podía convertirse en velorio.
Maco lanzó la primera estocada, buscando el hombro de Tulio. El blanco esquivó con destreza y contraatacó, rozándole el brazo. El choque del hierro resonó como campanas de una misa torcida y las chispas volaron como luciérnagas desesperadas.
Entonces, una anciana de cabellos mustios y ojos velados levantó la mano. Su voz detuvo el aire:
—Basta. Mañana, en la misa de medianoche, Lila les dará una respuesta.
La anciana se escabulló entre la multitud, dejando tras de sí un perfume de jazmines imposible en medio de aquella humedad salobre.
La madrugada los llevó hasta la capilla de madera que se había levantado junto a los rieles. Adentro, ardían velas amarillas y la voz del sacerdote subía ronca, quebrada por el eco de los insectos.
Maco y Tulio aguardaron en la puerta, con el corazón latiendo como tambor. Esperaron, atentos a cada crujido de tabla, a cada sombra que se deslizaba entre las velas. Pero Lila nunca entró. Solo un viento helado barrió el polvo y apagó dos luces del altar.
Fue entonces cuando la anciana rompió el silencio:
—No la esperen más.
Su voz tembló, pero siguió firme.
—Lila murió el año pasado.
El recuerdo se abrió como un relámpago en la memoria de todos: primero, el silbato del tren cortando la tarde húmeda; luego, un rumor de hierro que creció hasta convertirse en rugido. Lila avanzaba entre los rieles con un vestido de lino y una canasta colgando del brazo.
Los jornaleros gritaron su nombre, pero la muchacha pareció no escucharlos, o quizá dudó un instante entre avanzar o retroceder. El suelo vibró. Los bananos se agitaron como si quisieran arrancarse de raíz. El grito metálico de las ruedas se mezcló con el chillido de los grillos.
Lila quedó atrapada en medio de la línea, los ojos abiertos, la boca, apenas un suspiro. Hubo un destello de luces amarillas y un golpe sordo, brutal.
La anciana cerró los párpados cubiertos por la neblina gris y murmuró:
—El tren la alcanzó y nadie ha querido nombrarla después… hasta hoy.
El silencio pesó como plomo. Los jornaleros miraban el suelo, cómplices del olvido. Maco tembló. Tulio palideció un poco más.
Mi abuelo contaba que, desde entonces, cada Nochebuena en la capilla de madera, entre las velas y el susurro inquieto de los bananos, es posible oír ese silbido largo, interminable. Como si el tren todavía buscara a Lila entre los rieles.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.
