
No recuerdo si era allá por los bajos del cine Omni, por donde unos personajes místicos con ropaje guatemalteco, ojos achinados y tez marrón grababan casetes de Camilo Sesto y Mercedes Sosa. O si era más al oeste, cerca del Mercado Central, por el entonces imponente Club Unión, forrado en mármol traído solo Dios sabe de qué lugar, necesario para delimitar los de adentro de los de afuera, los lomito presidente de los casado.
Lo que sí estoy seguro es que luego de cruzar la plaza de la Cultura y de ver de reojo al verdadero Hotel Costa Rica, todavía con su fuente arrulladora y sus palomas mágicas, cuando la gente podía sentarse en las bancas para hacer un poquito de comunidad –porque había bancas–, nos adentrábamos en la avenida central, carente de adoquines, quizás con restos de confeti después del avenidazo, pero de fijo con las luces incandescentes y multicolores del Túnel del Tiempo. ¿Verdad que se acuerdan? Yo sí, como si fuera ayer.
En medio del olor a betún y aquellos tronos en relieve, había señores muy importantes que leían periódicos que parecían ser muy importantes. Debajo de Radio Monumental, un repetitivo "le cambio dólares, le cambio dólares", mientras que en su esquina opuesta, siempre abarrotada de personas, leíamos los primeros tuits del día, escritos sobre aquella pizarra gigante. En ocasiones, durante otros mandados, nos desviábamos un par de cuadras solo para seguir ese mismo ritual de la información.
Él, siempre nervioso en esa multitud, me decía “chiquillo, agárrese bien duro y no me suelte”. Yo, por mi parte, no tenía idea de que esos primeros fríos decembrinos, algo ajenos en aquel instante, se convertirían en el insumo para las remembranzas que se empiezan a despertar a finales de cada noviembre. Luego, el trueque; el estira y encoge. Y la bolsa abombachada, con tierra y bichos, algunos vivos y deambulantes.
A nuestra llegada, ya la madera, el aserrín y la maraña de luces estaban desempolvándose en la sala. Entonces la algarabía, un tango de fondo, un traguito, o quizás dos, muchas risas, historias de mulas y bueyes, y un tesoro guardado detrás del tocadiscos. La primera aguja no se había quebrado aún y mi tío todavía mantenía su colección de discos traída de Italia, contigua a su biblioteca de la National Geographic, con sus portadas llenas de cangrejos gigantes o del espacio exterior –como solían decirle en aquel entonces–.
A continuación, a correr muebles, armar las cajas y esparcir la lana, dándole forma a un escenario fantástico, imaginario, de ensueño, con una impronta personal. El árbol a la par, también fresco, con ese olor a pino tan de complemento con los otros aromas navideños, tan esencial. Y en la base, unos pocos regalos que se irían acumulando conforme llegaran más visitas.
Esos veinticuatros eran un conteo interminable –casi doloroso, agónico– hasta las doce. En realidad, todo ese mes era una espera, una contrarreloj, también empapada de ilusión y zozobra. Ya ese día no importaba la llegada a cuentagotas de los familiares, las ausencias que se hacían más presentes que nunca, las cajas de regalos, o los arañazos que alguna vez recibí en medio de una guerra campal con mi prima por ver quién los repartiría. Cada minuto había valido la pena con tal de tener ese visto bueno, esa sonrisa complaciente y aquella mirada cómplice que a la medianoche indicaba que era el momento de ir a buscarlo detrás del tocadiscos.
El Niño Dios había nacido.
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico psiquiatra, catedrático de la Universidad de Costa Rica y miembro correspondiente de la Academia Nacional de Medicina.
