Esta es la historia de un rey al que la corona le queda grande. Demasiada joya para tan poca cabeza.
Todo el mundo lo nota, pero el monarca lo niega. Defiende a capa y espada su obcecada posición de que aquella pieza de oro y piedras preciosas le talla como anillo al dedo.
“Hay que ser muy canalla para no darse cuenta de que esta hermosa obra de un maestro orfebre fue tallada a mi medida”, dice enojado el soberano mientras hace evidentes malabares para evitar que la corona baile como un trompo alrededor de su cabeza o como un hula-hula en torno a su cuerpo.
Lo mismo sostienen, aunque en el fondo creen lo contrario, los más cercanos colaboradores de su majestad.
“¡Nunca una joya ha lucido tan bien!”, miente con cinismo el ministro de Finanzas.
“Imposible que alguien se robe esa pieza, pues está bien ajustada a la cabeza”, se deslengua el jerarca de Seguridad, quien también hace las veces de traductor para su señor.
“Cabeza y corona conforman una sola obra de arte. Los ojos del soberano parecen dos diamantes”, es el falso elogio que proclama sin ningún sonrojo la espuria princesa que sueña con sustituir al emperador cuando este falte.
Esos y otros comentarios hacen los aduladores del palacio en procura de quedar bien con el jefe. Los lambiscones tienen claro que lisonjas, halagos y piropos son el manjar favorito de un monarca a quien no solo la corona le queda grande.
Lo mismo ocurre con el trono. Demasiado asiento para tan pequeño personaje. Es como ver a una garrapata en la montura de un percherón.
Igual con el cetro. Al soberano, a pesar de alardear de ser un hombre grande y fuerte, le resulta imposible manejar la lujosa y deslumbrante vara; es incapaz de utilizar ese instrumento para regir, guiar, marcar un derrotero. Tan risible como ver a una hormiga tratando de cargar una paleta de caramelo.
¿Qué decir de la espada? Tampoco se la aguanta, ni siquiera puede desenvainarla. ¡Dios guarde se tratara de Excalibur, la legendaria espada del rey Arturo!
¿Recortar la corona?
Aun así, el rey de la corona holgada, cuya cabeza parece un balín girando en una ruleta, se enoja, explota en furia contra quienes se atreven a insinuar que él es poco monarca para tan importante reino.
Claro, como es adicto a maquillar las mentiras todos los días, se esfuerza por aparentar que él y la corona son tal para cual. Busca, con desesperación, un pilar que le ayude a sostener la farsa.
Por ejemplo, hace más de un año le dio por embutirse dentro de la piel de un felino para ver si así la embarazosa joya se quedaba quieta de una vez por todas. La idea fue un rotundo fracaso, pues este emperador tiene más pinta de pavo real que de jaguar. ¡Qué poco serio eso de vestirse con ropas ajenas!
En varias ocasiones, en especial hacia finales de cada mes de julio, ha probado con forrar su cabeza con un sombrero de vaquero, no solo para lucir como Macho Man, sino también para procurar calzar la pieza de oro y piedras preciosas. ¡Hasta el sombrero se le ve grande!
“¿Y no ha pensado en la posibilidad de recortar la corona?”, le preguntó un cercano zalamero que no midió sus palabras. La pregunta lo ofendió, pero el labioso echó más sal en la herida creyendo ser gracioso: “Calculo que de la corona actual pueden salir unas doce coronas, lo cual le permitiría a su majestad confundir y despistar a posibles testigos de la corona. Ja, ja, ja”.
El tipo cayó en desgracia, pues suele ocurrir que los soberanos a los que les queda grande el poder no poseen sentido del humor. Por lo general, son amargados, máxime cuando no pueden hacer todo lo que se les antoja.
La tirada con este tipo de situaciones es que muchos súbditos de cabeza pequeña le pierden el miedo y el respeto a la corona y sueñan con ella bailando sobre su testa.
José David Guevara Muñoz es periodista.
