Nací y crecí en un pequeño pueblo de nuestro país, de sencillos campesinos amantes de la naturaleza, la agricultura y los animales.
Mi padre, agricultor; mi madre, ama de casa, y una gran familia de ocho hermanos: seis mujeres y dos varones que llenaron de vida, alegría y experiencias mi vida infantil de los 0 a los 12 años.
Mi casa, sencilla, de madera, con cocina de leña y moledero, estaba ubicada en un terreno grande sembrado de todo lo posible: plátanos, guineos, bananos, aguacates, limones dulces, anonas, limones agrios, chayotes, apio, culantro, cubaces, naranjas, duraznos...
Como buen campesino, mi padre también tenía un pequeño establo donde vivían unas 10 vacas con sus terneros. De modo que, en nuestro hogar, a diario había leche, mantequilla, queso y natilla.
Por supuesto, también teníamos gallinas, que andaban libres y eran comedoras de gusanitos y otras delicias que el entorno les suministraba, lo que hacía que sus huevos fueran hermosos y con una increíble yema amarilla.
Para completar esta maravilla de entorno, la finca tenía al fondo un río caudaloso, lleno de piedras gigantescas, donde íbamos casi todos los días. Los fines de semana, nuestra madre, cocinera por excelencia al estilo campechano, preparaba su delicioso arroz con pollo, huevos duros, tortillas, plátano maduro y, en sus propias ollas, lo llevamos todo al río. Allí, sentados a la orilla, almorzábamos, pero antes nos bañábamos.
Tengo solo hermosos recuerdos de esta época de mi vida y, por la misma razón, un amor incondicional por el pueblo que me vio nacer y crecer libre como el viento y como las nubes.
Los niños éramos también libres y salvajes. Nada de suéteres o chaquetas que nos protegieran del frío, casi permanente; nuestras mejillas, siempre rosadas, denotaban salud, alegría de vivir y, sobre todo, libertad.
Ni qué decir de la forma tan distinta de pasar las horas, especialmente en las noches. Sin celulares ni televisión, una vez terminada la cena, normalmente a las 6 de la tarde, nos sentábamos con un vaso de aguadulce o chocolate en un pequeño corredor con asientos de madera, a contar y escuchar leyendas de miedo: la Llorona, la Segua, el Cadejos, el padre sin cabeza, historias en las cuales mi madre era especialista. Les imprimía una mímica única, tanto que los chicos temíamos irnos a acostar, pero como nadie tenía un cuarto exclusivo, si no que se convivía en dormitorios grandes con varias camas, nos acompañábamos a la hora de dormir.
No era común que los niños usaran anteojos. La vista no se gastaba frente a un televisor o a pantallas de tablets o celulares. Lo único que miraban nuestros ojos era el verde de la montaña, el color de las flores y el inmenso cielo que nos cobijaba.
Cuando, años después, la vida y sus circunstancias me llevaron a vivir en la ciudad, con su bullicio, su trajinar, su ruido y su poco espacio verde, la imagen de aquel pueblo vuelve a cada instante a mi memoria y lucho por atesorar su recuerdo.
