
Por fortuna, en la Universidad de Costa Rica los programas de estudio incluían varios cursos de humanidades y otros complementarios, que tenían como fin una formación integral. Aunque mi facultad era Ciencias Económicas, debía matricular el curso de Historia de las Instituciones de Costa Rica, lo cual hice en 1983 con el profesor Vladimir de la Cruz.
Por entonces había un código; no sé si estaba escrito o si era fuerza de costumbre: si el profesor se retrasaba en llegar, por cada hora de clase, los estudiantes debíamos esperar 10 minutos. Si la lección constaba de dos clases de una hora cada una, la espera era de 20 minutos. Todos seguíamos atentos las agujas del reloj y, al marcar el tiempo de espera, levantábamos una lista con nuestros nombres y la dejábamos en su escritorio, como prueba de cumplimiento. Acto seguido nos retirábamos sin consecuencia para ir por un café en la soda Guevara o por un pan de canela. También era una forma de protesta ante el profesor.
Con don Vladimir fue diferente. Eran dos horas, los martes, empezando a las 5 p. m. Creo que a las 4:50 p. m., el grupo completo ya estaba ahí, y comenzaba la expectativa. Todos pendientes del reloj y mirando hacia la esquina del pasillo por donde solía aparecer. Al pasar de las 5 p. m., crecía la angustia: 5:10 p. m., 5:15 p. m., 5: 20 p. m. Nadie se movía. La desazón aumentaba, pues los teléfonos móviles no se habían inventado. En alguna ocasión, creo que esperamos hasta faltando 20 para las 7 p. m., pues estimábamos esos 20 minutos como más valiosos que dos horas con cualquier otro profesor o curso.
Al menos en ese semestre, fue puntual pocas veces. En ocasiones, su retraso era de pocos minutos; en otras, mayor. Cuando al fin lo veíamos enfilar al aula, el regocijo era general. Llegaba siempre con un maletín de mano, que me parecía escuálido de contenido. Ignoro qué llevaba, pues nunca sacaba nada de él. Quizás un libro, o tal vez un cepillo de dientes. No lo sé, simple conjetura.
Si bien el curso disponía de un libro de texto consistente en una colección de ensayos de diversos académicos, don Vladimir nunca lo usaba, ni nos hacía leerlo en clase (por cierto, aún lo conservo). De memoria sabía el orden de los temas y empezaba su cátedra, también de memoria.
La descripción de acontecimientos era detallada, sin escatimar pormenores del entorno geográfico, político, cultural, ambiental y social. Iba hilvanando anécdotas de los personajes, rasgos físicos, y detalles de todo tipo. Si, por ejemplo, estábamos en la Guerra de 1856 y hablaba de Pancha Carrasco, la descripción era minuciosa en aspectos físicos, estatura, su personalidad y carácter, lugar de origen, detalles de su familia, sus hazañas y las frases de la heroína recogidas por biógrafos e historiadores.
En las mentes de cada uno se iba proyectando una novela a todo color y sonido, donde concebíamos el paisaje, el viento, el clima, los aromas y los gestos de los personajes. Junto con la descripción y reseña de fechas, luego discutía su trascendencia política y antropológica, y cómo fueron tejiendo la escala de valores, cultura, aspiraciones, creencias y particularidades de la sociedad costarricense hasta nuestros días.
Me costaba tomar apuntes; creo que nos sucedía a todos. Uno se negaba a distraerse anotando en el cuaderno, para no perder ni un ápice de sus disertaciones.
Hay pasajes que, cuatro décadas después, aún recuerdo. Más que llenar nuestra mente de datos, encendió la llama del interés por la historia y por descubrir, en los acontecimientos del pasado, los rasgos que nos caracterizan como individuos y como país.
Siempre he presumido de la formación recibida en la Facultad de Ciencias Económicas, pero también me ufano de haberme nutrido de todos los cursos de humanidades, filosofía, artes y letras recibidos como parte de nuestra formación integral.
Cada vez que logro escuchar al profesor en alguna entrevista de radio o televisión, o al leer alguno de sus artículos en medios de comunicación, me devuelve a aquellos años y a su extraordinario curso de Historia de las Instituciones de Costa Rica.
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Víctor Chacón Rodríguez es economista.