
Todo funciona mal, pero no lo suficiente como para obligarnos a actuar. Ese es el verdadero peligro. Nada colapsa del todo, pero todo se deteriora. Y mientras tanto, fingimos normalidad. Acomodados en la zona gris, sobrevivimos. No vivimos. Aguantamos.
La seguridad se desmorona, pero no detrás de las tapias con guarda y cámaras. La educación pública se hunde, pero nuestros hijos estudian en privado. Los hospitales colapsan, pero pagamos medicina aparte. El tren no sirve, pero usamos Waze. Así operamos, como sociedad paralela. Nos anestesiamos con privilegios, no con progreso.
Costa Rica es una mentira elegante. Un país que ya no cree en sí mismo, pero cuida las apariencias. Una institucionalidad administrada por redes clientelares. Cada gremio defiende su parcela como si fuera un feudo. Y como nadie pierde todo, nadie se atreve a cambiar nada.
Nos enseñaron a sentirnos orgullosos de no tener ejército. Pero también abolimos la autoridad. El Estado se volvió invisible. El orden, optativo. El respeto, una cortesía. Hoy los criminales ya no tienen miedo, porque el Estado no impone respeto.
La política dejó de representar. Votamos sin decidir. Elegimos sin gobernar. Blindamos la democracia con tantos candados que ni el pueblo puede entrar. Incluso con mayoría legislativa, ningún gobierno puede mover al país si el sistema está diseñado para frenar. Aquí no se gobierna, se administra la inercia.
El sistema educativo sigue operando como si estuviéramos en 1980. No forma ciudadanos libres ni mentes críticas. Forma desempleados frustrados. En un mundo que se automatiza, preparamos jóvenes para oficios extintos.
La salud pública, antes orgullo nacional, hoy se sostiene por vocación, no por eficiencia. Citas imposibles, hospitales desbordados, digitalización mínima. Defender lo público no es eternizar su deterioro. Es reformarlo.
Las municipalidades, en lugar de acercar la gestión, replican los mismos vicios del centralismo: burocracia, clientelismo, opacidad. Donde había oportunidad de eficiencia local, sembramos desorden local.
La Contraloría, diseñada para vigilar, se transformó en un ministerio del “no”. Controla antes de que pase, pero no exige cuentas después. Así se mata la acción.
Y la justicia no escapa. El sistema judicial se volvió lento, inaccesible, distante. Habla con formalismos mientras el crimen avanza. Se protege por dentro, pero no protege hacia afuera. Cuando la ley no llega a tiempo o no llega del todo, se pierde más que la confianza. Se pierde el contrato social.
Detrás de todo esto, hay un virus cultural: el “pura vida”. Esa frase que alguna vez significó alegría, hoy es excusa nacional. Nos enseñaron a no incomodar. A no exigir. Confundimos paz con pasividad. Tolerancia con cobardía.
Pero el contraste ya es insoportable. Empresas privadas y multinacionales operan con estándares de clase mundial en el mismo territorio donde lo público colapsa. No es el talento lo que falta. Es el diseño. Es el liderazgo. Es la cultura de exigencia. En lo público, no hay consecuencias, métricas ni incentivos. Solo excusas.
Y tampoco se puede seguir callando al empresariado nacional que se ha acomodado al deterioro. Empresarios que hacen negocios con el Estado sin exigir eficiencia. Cámaras que defienden intereses propios mientras el país se hunde. Gremios que bloquean reformas. Profesionales que solo miran su parcela.
No escribo esto desde una tarima ni desde un despacho. Lo escribo desde la vida real. Desde donde muchos han elegido no mirar. Pero ya no se puede fingir que todo está bien. Porque no lo está. Y vos tampoco deberías fingir.
Es hora de tomar partido. No por partidos ni ideologías gastadas, sino por el país real. Por el estudiante sin futuro. Por la enfermera en un pasillo. Por el profesional atrapado en trámites. Por quienes aún creen que este país puede valer la pena.
Eso implica señalar. Nombrar las fallas. Exponer que el daño no es solo político. El diseño institucional es perverso. Y sin consecuencias, todo se repite.
Pero también implica algo más difícil: empezar por uno mismo. Hacer bien el trabajo. Exigir sin ceder. No corromper ni dejarse corromper. Ser exigente, no cínico. Tener carácter, no pose. Porque un país no cambia con discursos, cambia cuando sus ciudadanos se comprometen a la excelencia, en cada acción, cada día.
El futuro no empieza en 2026. Empieza hoy.
Esto no se arregla con hashtags. Se arregla con compromiso.
Participar no es figurar. Es dejar de fingir y empezar a dar lo mejor.
rsolis@ua.co.cr
Rafael Solís Chacón es arquitecto.