
El artículo 55 de nuestra Constitución Política es claro: el Estado tiene la obligación de tutelar especialmente a las personas menores de edad. Y la ley define al Patronato Nacional de la Infancia (PANI) como la institución rectora de esa tutela.
No se trata de una opción ni de una función complementaria; se trata de un mandato constitucional que exige acción, coordinación y compromiso. Igualmente, esto se reitera en el Código de la Niñez y la Adolescencia (Ley N.° 7739) artículo 168: el PANI es responsable de garantizar la protección integral de los derechos de la infancia y adolescencia, sin excepción alguna.
Resulta preocupante que la institución que debe velar por la protección de niños, niñas y adolescentes en situación de mayor vulnerabilidad, pretenda deslindarse de su responsabilidad precisamente en aquellos casos en que el abandono, la exclusión, y la falta de acompañamiento y oportunidades han contribuido a la configuración de conductas antisociales.
El incremento de la violencia en los albergues, las evasiones y la carencia de programas de rehabilitación y reinserción social son el reflejo de una institución fragmentada, que no ha logrado articular una respuesta integral y sostenida.
La población que hoy se revictimiza presenta características muy particulares: arrastra factores de riesgo desde su gestación, ha vivido abuso, desescolarización, exclusión, y carece de modelos educativos que atiendan sus necesidades cognitivas y emocionales, como muy bien lo señala la magistrada Patricia Vargas González: “La niñez en conflicto con la ley necesita oportunidades, no etiquetas”.
Resulta inconcebible que un país con un sistema de educación técnica de alta calidad no haya desarrollado alternativas formativas específicas para estos jóvenes.
Ellos requieren programas de aprendizaje práctico (aprender haciendo), una mediación pedagógica especializada y acompañamiento profesional interdisciplinario permanente, tal como lo ofreció en su momento el Hogar San Agustín, con 17 talleres de distintos oficios, una propuesta educativa pertinente a la condición de cada residente, así como atención especializada 24/7 .
Es urgente una propuesta país que responda a una estrategia interinstitucional que una los esfuerzos del PANI, el MEP, el IMAS, la CCSS y el Ministerio de Justicia, bajo un enfoque restaurativo y preventivo. Mientras esto no ocurra, estaremos condenando a estos adolescentes a un círculo de pobreza, dolor y violencia, donde muchos terminan canalizando su frustración y su dolor en la delincuencia organizada (sicariato), producto del abandono y la indiferencia.
Es indispensable contar con un PANI capaz de actuar con criterio técnico, sensibilidad social y apertura al diálogo.
En la institución existe personal de gran valor y compromiso, profesionales que, día a día, enfrentan condiciones adversas para proteger a la niñez y la adolescencia.
Sin embargo, sus esfuerzos se ven opacados por una jerarquía que no ha logrado dar rumbo ni coherencia al trabajo institucional. Esa falta de dirección ha permitido decisiones profundamente injustas y destructivas, como el cierre del Hogar San Agustín, resultado de intrigas y actuaciones carentes de fundamento técnico y humano, que terminaron afectando a jóvenes en proceso de reconstruir su vida.
No basta con señalar errores. Es tiempo de asumir responsabilidades, de coordinar, de escuchar a quienes conocen la realidad desde los albergues.
El país demanda un compromiso firme con una política pública centrada en la reparación, la reinserción social, la educación y la atención psicosocial especializada, no en la evasión de responsabilidades institucionales.
Es fundamental que desde el PANI se insista en una mayor inversión en programas de acogida, prevención, acompañamiento educativo y desarrollo de capacidades, en lugar de limitarse a argumentar restricciones presupuestarias.
Otto Silesky Agüero es psiquiatra.